miércoles, 22 de enero de 2025

Argantonio. El hombre de la sonrisa de plata. 10

 

                                   VI



El mayordomo de palacio, como experto en las viejas tradiciones, habló con Argantonio, había llegado el momento de que tomara esposa.

-Señor, el reino de Tarschich no puede estar mucho tiempo sin reina. Tenéis edad de engendrar hijos herederos que os sucederán algún día, y debéis tomar una esposa de vuestro rango. Es hora de que busquéis a la que comparta con vos el trono.

-Dime, ¿Dónde podré encontrar una a la medida de mi estirpe?

-No es fácil, porque no es bueno que sea extranjera, pero en nuestra tierra no hay ninguna que sea princesa. -Respondió el anciano.

-Hiramish, ¿Puedes tú, resolver este dilema? ¿Dónde se encuentra la futura reina de Tarschich?

-Dejadme que consulte a las estrellas en las próximas noches, ellas lo dirán mejor que yo.

-Avisa a la guardia, si no quieres que suban a detenerte. -Advirtió con una sonrisa Argantonio, recordando aquella noche en que ambos, acompañados de los criados, habían subido a estudiarlas por primera vez. El maestro rio también ante la advertencia.

-Ha pasado bastante tiempo de eso, señor. Cada vez que voy a hacerlo, me tomo el cuidado de decírselo a la guardia de la noche.

Siempre que lo hacía, el sabio se retiraba a sus aposentos, ayunaba, no se dejaba ver más que por su criado Melkartés y subía a la azotea norte para observar el camino de las estrellas en el cielo. Al cabo de tres o cuatro días, volvía a aparecer ante el rey.

-¿Qué dicen las estrellas? ¿Con quién tiene que desposarse el rey de Tarschich?



La hoja del rosal, dibujo, 1865, Dante Gabriel Rossetti, Galería Nacional de Canadá, Ottawa, Canadá.

Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=760620



-La princesa que reinará en Tarschich, habita en unas Islas del Sur. Es largo el viaje para ir a buscarla, pero es la única en este confín que tiene tu dignidad. -Enunció su escueto comunicado.

-Las Islas de los Bienaventurados del Paraíso... -Dijo despacio Argantonio pensando en voz alta y mirando algún lugar indenfinido al fondo de la sala.

-Aquellas donde los árboles dan manzanas de oro, la miel surge de las fuentes y los hombres viven en idílica paz, cantando a los dioses y compartiendo su felicidad. -Continuó emocionado Hiramish.

-Las mismas. Hace mucho tiempo que no me acordaba de ellas, pero nuestra dinastía ha tenido muchas relaciones con sus reyes y señores. Mi abuelo hizo una política de alianzas con los lejanos pueblos del Norte y del Sur en el profundo Atlántico. Hacia las tierras del ámbar envió a su hermana pequeña, que casó con el heredero del reino, así se garantizaba el suministro de aquella materia tan apreciada en el comercio con Oriente. Al Sur, en la ruta de las Islas, otorgó a su segunda hermana que se desposó con el señor de los Wa-n-cineci. La relación fue muy próspera en sus tiempos. Después, mi padre mantuvo parte de los tratos, pero eran viajes muy largos y costosos y prefirió dedicar sus barcos y sus esfuerzos a las islas del estaño. 

 

 

Montes de Anaga, Tenerife.

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Las últimas noticias que recibió de su primo, el rey de las Islas de los Bienaventurados del Paraíso, hacían referencia al nacimiento de varias hijas. Debe de haber alguna joven mujer de mi edad y otras menores que yo. Las estrellas dicen bien, esa princesa tiene sangre común conmigo porque venimos de una misma estirpe; y será bueno que Tarschich vuelva a enviar sus barcos por esas rutas. -Dirigiéndose a Hiramish le ordenó: -Serás mi embajador y te traerás a la princesa más joven y bella de las que estén sin desposar. Llevarás mi mensaje de buena voluntad, mis mejores regalos a mi tío, el rey, y en señal de amistad, mi hermana pequeña será ofrecida en matrimonio al heredero. Habrá que comenzar a disponer el viaje, todavía no es buen tiempo para hacerlo, pero estará todo listo para que partas en la primavera.

-Señor, yo no conozco esas Islas, ni el idioma que hablan, no sé navegar, ¿Quién sabrá esa ruta?

-Nada de eso te será problema, en la biblioteca se guardan tratados y acuerdos redactados en los dos idiomas y con tu habilidad sabrás entenderte rápidamente. Mandaré buscar en Onuba un marino que hizo ese viaje en tiempos de mi padre, él podrá acompañaros; te llevarás un buen barco y buena tripulación.

Comenzaron entonces los preparativos para el periplo de Hiramish a las Islas de los Bienaventurados del Paraíso que se encontraban muy al Sur, viajando primero hacia Occidente bordeando la costa al Oeste de Onuba y después siempre hacia el mediodía. Cuando llegara la bonanza de primavera estaría todo listo. Entonces, el maestro marchó con una tripulación experimentada y adiestrada en los consejos del viejo marino que no pudo acompañarles, estaba ciego y apenas podía moverse, pero conservaba los recuerdos frescos en su cabeza que aún razonaba espléndidamente. Les habló de los monstruos que encontrarían en aquel largo viaje y que tomaran precauciones en ciertos parajes cercanos a las islas, pues los vientos podían llevarles hacia un lugar no deseado, desde el que sería imposible llegar a ellas.

El rey había elegido con todo cuidado los mejores presentes que se le ocurrieron en una visita a los almacenes de palacio. Desechó los lingotes de metales, que tanto valoraban los fenicios y otros pueblos de Oriente, y seleccionó: hermosas piezas de tela, algunos collares de oro bien trabajados elaborados en los talleres de la ciudad, cerámicas hechas en Tarschich de color pardo y dibujos rojos, sacos de sal, vino y aceite en ánforas grandes. Argantonio escogió personalmente los regalos para el señor de las islas, dio una gran dote a su hermana y les mandó visitar el santuario de la luz divina, cerca de la desembocadura del Tarschich; allí dejaron ofrendas en petición de buena singladura y recibieron las bendiciones de sus hombres santos.

 

 

Tesoro de Aliseda (Cáceres), joyas de oro, brasero, jarrita de vidrio, espejo de bronce, de factura tartesia, s. VII - VI a. C., Museo Arqueológico Nacional, Madrid.

 

El verano avanzaba, cálido y tranquilo, Argantonio observaba como sus hijos crecían en los vientres de las dos jóvenes concubinas, y esperaba impaciente la llegada de la mujer que sería su esposa y reina de Tarschich. Ya hacía más de cuatro meses que el barco había partido con su preceptor y consejero, y todavía no había noticias de su regreso. Sin embargo, no cabía nada más que aguardar y dedicarse a los placeres a su alcance. Un tocador de arpa y otro de flauta hacían sus delicias todas las noches para que Terea, la danzarina de Gadir, se moviera a su antojo cimbreando su cuerpo, mientras él cenaba con Om-Gueba, la favorita. Terea se moría de celos y envidia, y lanzaba miradas envenenadas de odio, desde sus profundos ojos verdes, hacia aquella mujer que la había desplazado de las preferencias de Argantonio. Una guerra sorda y silenciosa se había encendido en las habitaciones de las mujeres. El rey la observaba con curiosidad, hacía que la bailarina danzara licenciosamente, y que la princesa del país de Punt, le amara con más pasión.

 

 

Arpista egipcio, tumba de Najt, necrópolis tebana, dinastía XVIII, Egipto.

De Maler der Grabkammer des Nacht - The Yorck Project (2002) 10.000 Meisterwerke der Malerei (DVD-ROM), distributed by DIRECTMEDIA Publishing GmbH. ISBN: 3936122202., Dominio público, https://commons.wikimedia.org


 

Una celeste mañana, poco antes de acabar el verano, llegaron mensajeros del puerto de Onuba y comunicaron al rey que en el horizonte se había avistado el barco de Tarschich; un pertinaz viento contrario le haría retrasarse un poco en su arribada a la ciudad. Pero el hecho era que Hiramish tenía que regresar en aquel navío, acompañado por la princesa de las Islas de los Bienaventurados del Paraíso. Argantonio mandó preparar una comitiva para recibirlos en el puerto y un gran agasajo en palacio.

Onuba, la ciudad del cobre y el hierro y también su puerto de salida, era la más importante de la costa Tarschena. Estaba al borde del mar, flotando sobre el estero de los ríos que bajan de la sierra, uno de ellos color rojizo. Rica por el importante negocio de los minerales, de las metalurgias y el tráfico portuario, recibió a los viajeros, engalanada y festiva.

 

 

Estuario en los ríos Tinto y Odiel, Huelva, (Foto: ENRESA-J. Rodríguez Vidal).

https://info.igme.es/ielig/LIGInfo.aspx?codigo=AND352#documentacion



A la mañana siguiente llegaba la comitiva hasta palacio. El maestro y el capitán del barco se presentaron ante el rey en su trono, como era la costumbre, el primero le narraría los pormenores de su misión, mientras que el segundo le contaría los sucesos de la travesía. La princesa no se había dejado ver todavía, y Argantonio estaba intrigado.

-Señor Argantonio. -Comenzó ceremonioso Hiramish. -Volvemos ante ti habiendo cumplido nuestra misión con éxito. La princesa ha querido pasar directamente a las habitaciones de las mujeres para tomar un baño, perfumarse de olorosos ungüentos y vestir una bella túnica nueva, para aparecer por primera vez en tu presencia en el banquete preparado para ella. La navegación ha sido larga, el agua escasa, y deseaba estar hermosa en el momento que la veáis.

Argantonio asintió y se dirigió al marino.

-Capitán, cuéntame cómo ha sido ese largo viaje.

El experto en las artes de navegar, contó al rey las aventuras del barco tanto en el viaje de ida como en el de vuelta. Muy cerca de ellos, en silencio y discretamente, el escriba tomaba nota apresurada de la expedición, así quedaría constancia en las crónicas del rey Argantonio, y las tablillas, guardadas en la biblioteca de palacio. Desde el principio de su reinado había puesto buen cuidado para que cada suceso, cada acontecimiento y cada noticia de su mandato, fuera puesto por escrito por el escriba real.

El marino afirmaba que no habían visto monstruo alguno, ni sirena, ni enorme serpiente, ni calamar gigante en alta mar, tan sólo vientos favorables o adversos y calmas en exceso largas, habían hecho avanzar o rezagarse más o menos al barco. Su narración así, fue de lo más prosaica, pero Argantonio no añoraba cuentos fantásticos y agradeció su tarea al patrón.

-Has rendido una buena labor, digna de tus conocimientos. La corona pagará tus servicios como te mereces y volverá a contar contigo de nuevo.

Solos el rey y el maestro, con la callada presencia del escriba en un rincón cercano, Argantonio preguntó.

-¿Cómo es mi futura esposa? ¿Es bella y joven?

 

 

Proserpina, óleo sobre lienzo, 1874, séptima versión del cuadro, Dante Gabriel Rossetti, Tate Britain, Londres.

University of Alberta personal site and The Rossetti Archive, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=1170026




-Sí lo es. Recuerda que lleva un cuarto de la sangre de tu familia; se parece a ti, pero con la hermosura de la mujer. -El joven le miró intrigado.

-¿Se parece a mí?

-Podrás comprobarlo tú mismo esta noche, en el banquete en su honor.

-El viaje fue largo, pero por lo que ha contado el marino, más ha debido serlo vuestra estancia en las Islas. ¿Qué sucedió allí?

-Cuando llegamos estábamos extenuados de hambre y sed, nos faltaba agua y los alimentos escaseaban. Nuestros cuerpos estaban cansados de la carne y el pescado en salazón y las tortas duras y secas.

Señor, ver la Isla fue algo maravilloso, como si surgiera de las profundidades del azul océano. Habíamos pasado una zona de nubes muy bajas densas, blancas y grises, que no nos dejaban ver, pero de pronto se disiparon y apareció aquella mole de distintos colores, sobre la que ascendían trozos de nubes que parecían formarse de las olas en la orilla y subir por las empinadas paredes que conducían a una primera cadena montañosa, después a una segunda más elevada y en seguida, y rodeada de una corona espesa, a un altísimo monte. A pesar de haber estado en la Isla de los Sículos, que también tienen una montaña que escupe fuego, la que avistamos me impresionó más.

 

 

Mar de nubes en Tenerife.

https://tipandtrips.es/es/todo-lo-que-necesitas-saber-sobre-las-islas-canarias/el-mar-de-nubes-en-canarias-un-espectaculo-natural/


 

Con aquella visión muy cerca, llegamos a un puerto abrigado, porque la costa era escarpada, con grandes acantilados y arrecifes donde las enormes olas chocaban con terrible fuerza, aquel pequeño puerto era todo lo contrario, profundo y tranquilo. Había pescadores y hombres y mujeres sencillos, yo diría que casi bárbaros, vestidos los hombres con pieles muy trabajadas, y las mujeres con cuerpos de fina piel de cordero y faldas de palma tejida, pero fueron acogedores, nos dieron de comer y beber cuando apenas podíamos sostenernos sobre nuestros pies. Después, yo traté de hacerme entender, les expliqué de dónde veníamos, quién era nuestro rey y que deseábamos llevar tu mensaje a su rey y señor. Nos dijeron que esperáramos con ellos. No sé como se comunicaron con su señor, porque allí cerca no había gran construcción, templo o palacio, y tampoco tienen monturas de caballos o asnos, pero al cabo de varios días, llegaron un embajador del rey y muchos sirvientes para llevarnos a su presencia. Según nos explicaron, habitaba arriba, en las montañas, cerca del cielo y del dios que protege las islas y que se hace presente en la montaña de fuego, pues el pico que habíamos visto desde el mar arroja fuego, piedras y tierras ardiendo de tiempo en tiempo.

 

 

Acantilado de Los Gigantes desde el mar, Tenerife.

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Fuimos llevados en unas sillas de mano, por caminos empinados y difíciles, ya que la subida era continua, parábamos para comer y por la noche hacían fuego y dormíamos a su alrededor, aunque el clima en aquellas Islas es suave y delicioso, igual que aquí, bastante avanzada la primavera. Pero a medida que subíamos hacia las montañas, la temperatura bajaba y nos dieron unas capas de piel muy cálida, ya que nosotros no íbamos preparados como ellos para aquella altitud.

Después de varios días de penoso viaje, nos acercamos a un gran poblado de chozas y cuevas excavadas en las paredes rocosas de las montañas, que todavía subían más, por encima de nuestras cabezas. Las gentes salían a vernos con miradas curiosas, eran hombres y mujeres vestidos con finas pieles curtidas, niños gordezuelos y juguetones, pero todos, adultos y jóvenes, recios y fornidos y de mirada noble y serena.

El embajador nos condujo hasta una casa grande de piedra y adobe con hermoso jardín, donde vive el rey y señor, el hijo de la hermana de vuestro abuelo. Nos recibió en una amplia sala donde imparte justicia, me acompañaba tu hermana, el capitán y parte de la tripulación que portaba los regalos. Como mejor supe, le expliqué que venía de Tarschich en nombre del rey Argantonio -sabía de ti por los recuerdos que le quedaban de las últimas relaciones con tu padre, cuando tú naciste- a hacerle presentes, ofrecerle a tu hermana pequeña y pedirle a una de sus hijas más jóvenes sin desposar. Al saber que veníamos de aquí nos recibió con agasajos, nos sentó a su mesa, nos dio un extraordinario banquete, y nos aseguró que tendría en cuenta el ofrecimiento de boda a una de sus hijas.

Acertaste con tus obsequios, los vasos, jarras, fruteros y cuencos de la cerámica tarschena hicieron sus delicias; también las telas; y la sal, el aceite y el vino colmaron su sorpresa. 

 

 

Laurisilva canaria en la isla de La Palma.

De I, Luc Viatour, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=146652


Pasaron los días, estábamos alojados en una gran cabaña que dispusieron para nosotros, nos servían con delicadeza y trataban de que no nos faltara nada. Tu hermana mientras, vivía con las princesas. El lugar parecía un hermoso jardín encantado, como lo describen las leyendas; el clima, a pesar de la altitud, era suave porque estábamos en un frondoso bosque dentro de un valle, había agua en abundancia, laureles, higueras y otros frutales, y no faltaba la caza y las ovejas y cabras. Cultivan, en pequeños bancales alrededor de la montaña, trigo, cebada y legumbres. Al anochecer, se reunían alrededor del fuego, algunos hombres tocaban flautas con unas melodías tan bellas como jamás había escuchado. Después se hacía el silencio, mientras todos iban a dormir en paz y armonía. Es un pueblo tranquilo y feliz, no he oído disputas entre ellos, ni un grito ni un improperio. Entiendo, ahora, por qué las llaman las Islas de los Bienaventurados del Paraíso.

-Bien, ¿Y qué sucedió? ¿Habías visto a las princesas? ¿Te respondió el rey a tu petición?

-Al rey no le vi en muchos días. Las princesas y la reina no se dejaban ver y tampoco tu hermana; según me explicaron, no podían aparecer ante un extranjero más que si lo autorizaba su padre, el rey, y este no lo había permitido, mientras no decidiera si os daba a la más pequeña por esposa. Aman profundamente a sus hijos y no desean separarse de ellos, por eso se tomó varios días para responderme.

A los catorce días me mandó llamar, la reina estaba sentada a su lado para dar su consentimiento y ambos me recibieron amistosamente. El rey me comunicó que había decidido dar a su hija más pequeña, Laelia, de veinte primaveras, al rey Argantonio, siempre que la consulta a la mujer de la montaña fuera positiva.

-¿Quién es la mujer de la montaña, señor? -Le interrogué, mordido por la curiosidad.

-Es la mujer más sabia de la isla, ella da consejos, nos relaciona con el dios de la montaña y con los muertos, y adivina el porvenir en el fuego. Todos los monarcas de mi dinastía, han acudido a ella en busca de sabiduría.

-¿Es muy vieja?

-No. Es eterna, porque su presencia nunca se acaba.

-¿Podré conocerla, señor? -Pregunté interesado en aquella fabulosa mujer.

-Sí, mañana iremos a visitarla, y tú, como embajador de Argantonio, vendrás con nosotros.

 

 

La sibila de Cumas, pintura al fresco, 1508 - 1510, Miguel Ángel, Capilla Sixtina, Palacio Apostólico de Ciudad del Vaticano, Roma, Italia.

Web Gallery of Art:   Imagen  Info about artwork, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=11422599


 

Al amanecer siguiente partimos: el rey, llevado en una litera por fuertes porteadores, varios de sus hombres le seguían a pie, y yo, sobre la misma silla en la que me habían traído desde la costa. El camino era angosto, una estrecha senda entre elevadísimos barrancos resecos, sobre los que crecían extrañas plantas casi grises con espinas; primero descendimos a otro nivel y después nos adentramos en una sima oscura y verde, al fondo de la cual serpenteaba una corriente cristalina. Cuando a veces uno de los criados pisaba en falso y una piedra se desprendía del sendero, nos quedábamos en suspenso escuchando como caía vertiginosamente hasta llegar al final. Los hombres avanzaban lentamente con su preciosa carga, el rey es sagrado para ellos. Quedaba poco para ponerse el sol, cuando llegamos a una cueva en una de las paredes del precipicio, poco más allá se cerraba la sima en una cascada cantarina sobre un pequeño lago verde, en las paredes y alrededor de los riscos nacían helechos, magarzas floridas, líquenes y algunas otras plantas.

 

Barranco del Infierno, Adeje, Tenerife.

https://www.adeje.es/transicion-ecologica-gestion-del-territorio-desarrollo-y-empleo/medioambiente/parajes-naturales/243-barranco-del-infierno


 

-Era la morada de la mujer de la montaña...

-Efectivamente; el embajador del rey entró en su interior a comunicarle la noble visita que tenía a sus puertas, a continuación lo hicieron el rey y sus servidores y yo el último. La caverna era grande y, según se adentraba en ella, de altos techos; había varios fuegos que daban luz y calor al húmedo recinto, al lado del principal estaba la mujer. Tenía mediana edad, mantenía cierta hermosura, unos ojos negrísimos y de mirada profunda, el cabello recogido atrás con unos trabajos de abalorios de turquesa y coral y vestía una extraña túnica ceñida con un cinturón de cuero. El rey la saludó con respeto, tras él los hombres se habían arrodillado y apoyaban sus frentes en las piedras negras del suelo, yo estaba detrás de ellos y le hice una profunda reverencia. Después de hablar con el rey, me señaló con su estilizada mano, el monarca debió de explicarle quién era yo y a qué venía. A continuación le ofreció un fino collar labrado en oro, muy parecido a aquéllos que usaba vuestra madre en las ceremonias de plenilunio. Tras un prolongado silencio, la mujer de la montaña le dijo algo al embajador del rey, este se dirigió a mí, y en lenguaje más claro que el que habían empleado hasta entonces entre ellos, me dijo:

-La sabia mujer necesita algún objeto de tu rey para preguntar al fuego sobre el himeneo de la princesa.

Yo me miré a mí mismo sin encontrar nada de tu pertenencia, hasta que recordé el anillo de plata que me diste hace años, me lo quité con dificultad e iba a dárselo al embajador, cuando la mujer dijo en su idioma pero de forma que yo pude entenderlo.

-Tráemelo tú, extranjero.

Me acerqué hasta ella para llevárselo y lo puse en la palma de la mano que mantenía extendida hacia mí. De cerca, era una mujer bella que olía a plantas aromáticas silvestres y que encerraba en su interior todos los misterios de la naturaleza. Cuando le di el anillo se produjo una pequeña sacudida de comunicación entre los dos, fue como un breve relámpago. Me miró y me dijo:

-Vienes de muy lejos forastero; tu saber ha alcanzado las cotas más altas, dentro de poco coronarás tu cima y te sentirás colmado.

-¿Lo sabes tú?

-Sí. -Respondió con seguridad y se dirigió hacia el fuego mayor con el anillo de Argantonio en una mano y el collar de Laelia en la otra.

 

Sibila, difuminado lápiz, 1525 - 1530, adscrito a Giulio Romano, Museo Nacional del Prado, Madrid.

 

Se quedó largo rato ensimismada con la mirada fija en las llamas y con los objetos preciosos en sus manos. A continuación los dejó en el suelo, sobre una piedra rugosa y oscura de las que había a cada lado de la hoguera; tomó unas hierbas secas que tenía sobre una oquedad, y las esparció sobre el fuego: primero fue lavanda, después unas ramas de color verde grisáceo, a continuación flores amarillentas y por último, alguna resina de olor penetrante que chisporroteó con insistencia.

-¿Era su poder superior al tuyo, Hiramish? ¿Puede una mujer alcanzar tal sabiduría? -Le interrumpió Argantonio, extrañado ante aquella historia.

-Ella había llegado mucho antes que yo al saber que no se puede nombrar. Yo no había conocido ninguna mujer de sus características, pero me habían hablado de tal posibilidad. -A continuación siguió con su relato.

Nosotros estábamos allí alejados de ella, entre asombrados y respetuosos, esperando el fin de su desconocida ceremonia, que debió de durar gran parte de la noche, pero no sé por qué razón a mí se me hizo bastante breve. Nunca he visto la adivinación a través del fuego, por eso aquellos ritos con hierbas, los aromas que estas desprendían, las palabras oscuras que de tarde en tarde la mujer iba diciendo y su actitud extremadamente tranquila me sumieron en una observación cercana al sueño.

Los rayos del sol penetraron débilmente en la cueva, había amanecido; el rey, sus hombres y yo, despertamos de una rara vigilia semiconsciente. Ella se encontraba frente a nosotros y nos ofrecía: al rey, el collar de su hija, y a mí, tu anillo de plata. Habló de nuevo en aquella lengua rápida e incomprensible que habían utilizado desde el principio entre ellos, mientras el soberano la escuchaba con veneración. Cuando acabó, el rey se dirigió a la salida de la cueva seguido de su séquito. Yo lo haría el último, pero antes, quise ver por última vez a aquella extraordinaria mujer que me había fascinado. Me volví a mirar el interior y la profundidad de la caverna, donde ella había penetrado en el futuro de Argantonio y Laelia durante toda la noche. No había nada, tan sólo un aire del vacío me dio en el rostro y me pareció oír una ligera música, no quedaban ni tan siquiera los rescoldos de los fuegos que hacía un momento yo había visto humear. Seguí a los habitantes de las islas con paso firme, no es bueno escudriñar en los saberes ignotos de otras culturas.

 

 

Cascada del Barranco del Infierno, Adeje, Tenerife.

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Fuera, la cascada continuaba cayendo sobre el lago verde, el sol ascendía lejano y se podía escuchar el trino de algún pájaro. El rey me esperaba sentado sobre un pequeño promontorio y me dijo:

-La mujer ha manifestado: que os llevéis a mi hija menor para que se despose con el rey Argantonio, ese es su destino y así lo quieren los dioses. Sin embargo, cuando le he consultado por su futuro y su felicidad, ella ha respondido: "No preguntes, porque eso sigue escondido, me han revelado la necesidad de su matrimonio, el resto, bueno o malo, lo encontrará ella a su debido tiempo. Sube la montaña sagrada con tu gente y ofrece sacrificios." Te daré a Laelia, mi amada pequeña, pero en mi corazón quedan negras dudas sobre cómo será su vida, mas sé que tiene que cumplirse lo que han designado los dioses.

El regreso fue silencioso y más rápido. No volví a ver al rey en los días siguientes. Pero al quinto me dijeron que estuviera preparado para subir a la montaña sagrada, yo también tenía que adorarla en tu nombre, por el bien del himeneo. Hicimos una durísima y larga ascensión de varios días hasta la base del monte. Cuando llegamos yo quedé admirado, en la vida había visto los alrededores de una montaña de fuego. Por allí pasaron las piedras y lenguas de tierra ardiendo, dejando el terreno calcinado: rocas, restos de vidrio, arenas; los colores negro, gris oscuro, marrón amarillento, verde casi negro, dominaban lo que nos rodeaba. Era una mezcla de desierto, aridez y sequedad y la más pura limpieza de lo que se ha quemado entre la tierra y el cielo. Todo tenía una rara belleza.

 

Masca, Tenerife.

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Habían construido una especie de altar en una roca prominente. Sobre él inmolaron unas cabras que habían subido algunos pastores.

El rey, cubierto con una capa de piel oscura muy fina, oficiaba la ceremonia. Entonces hizo venir a una joven que estaba con otras mujeres cerca de él y me hizo llamar a mí. Ella era Laelia. La tomó con su mano derecha y yo a su izquierda, así colocados, invocó al dios de la montaña por el destino de Argantonio y Laelia.

De nuevo en el poblado, quedaba poco para nuestro regreso, porque empezaron los preparativos para la partida de la princesa. El rey me comunicó que la acompañarían una de sus hermanas, el ama que la había criado, dos sirvientas y dos criados. Traería además, una buena dote y me mostró varios montones de finas pieles de cordero, entre otros objetos. Y riendo aseguró:

-Tendrá vestido para el resto de su vida, aunque esta sea muy larga.

Yo asentí y pensé que en cuanto viera las ligeras túnicas perfumadas de Tarschich, no volvería a ponerse un cuerpo de piel y faldas de palma.

-Decid a Argantonio que su hermana pequeña será desposada por mi hijo y heredero, en la gran ceremonia de las noches largas, cuando nosotros hacemos grandes ofrendas a la madre montaña-dios monte. Y aquí la cuidaremos y la amaremos, como a una hija más de nuestra sangre.

 

Acantilado de Los Gigantes visto desde tierra, Tenerife.

De Diego Delso, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=24005398


 

Nos despidieron con muestras de cariño, pero el rey estaba triste ante la marcha de su hija. Ella lloró, pero es fuerte, irguió la espalda y caminó firme hacia nuestra nave. Así partimos de la Isla de los Bienaventurados del Paraíso. El día era despejado y claro, y pudimos ver durante largo rato, la montaña sagrada por encima de los otros montes, como una gran muralla sobre nuestras espaldas. De la navegación, sabéis el resto por el capitán. -Acabó su narración Hiramish.

-Creo que me hubiera gustado acompañarte durante estos meses. -Dijo con cierta añoranza por el relato del maestro.

En la gran sala de los banquetes, la mesa estaba dispuesta para la bienvenida de la princesa, antorchas encendidas profusamente daban luz al recinto, se habían esparcido flores y plantas aromáticas para que el ambiente fuera más agradable y el olor del asado de cabritos llegaba de las cercanas cocinas. El rey esperaba a la que sería su esposa, a su derecha el asiento vacío aguardaba a la joven. Estaban presentes algunos señores de Onuba que les habían acompañado desde el puerto, Baelco, Hiramish y el mayordomo de palacio.

En seguida, Laelia entró acompañada de su hermana, que se sentaría al lado del maestro. Argantonio la observó con curiosidad, mientras se levantaba para saludarla con una reverencia, todos siguieron su gesto y permanecieron de pie hasta que la joven tomó asiento. Era una mujer proporcionada, Argantonio pensó en la luna cuando la vio: de piel clara y transparente, ojos almendrados y cabello negro azulado, esbelta y armoniosa.

Vestía una túnica tejida y teñida en Tarschich, con técnicas aprendidas muy antiguo de los fenicios, y resultaba de un violeta tornasolado que aumentaba su encanto un poco tímido. Las mujeres la habían perfumado y peinado los cabellos con una diadema de oro engarzada de turquesas y no habían escatimado las joyas del mismo metal en el adorno de brazos, dedos y cuello; con un collar finamente labrado, numerosas pulseras de espirales y abarrocados extremos granulados y pequeños anillos. En las orejas lucía llamativos pendientes de laboriosas campánulas, palmetas y pajarillos. Ella debía de sentirse extraña, acostumbrada como estaba a sus faldas de palma, sus cuerpos de fina piel de cordero y sus arreglos de flores; pero tenía razón Hiramish, nunca más volvería a vestirlos, había entrado en un nuevo palacio y adoptado sus formalidades más sofisticadas que las suyas.

 

 

Banquete de bodas, óleo sobre lienzo, 1623, Jan Brueghel el viejo, Museo Nacional del Prado, Madrid.

 

Sonrió a su futuro esposo e imitó sus maneras en el comer cuando trajeron el asado. No sabía el idioma y el maestro hacía de intérprete entre los dos jóvenes. Argantonio le ordenó:

-A partir de mañana enseñarás a las dos princesas nuestro idioma, Hiramish, conviene que Laelia lo aprenda pronto. Explícale que las bodas se celebrarán el próximo cuarto creciente de la luna, porque así está escrito en nuestros libros. Las mujeres la prepararán, porque tendrá que lucir las pesadas joyas de la reina. -Argantonio extendió su mano y acarició la de la joven, que le escuchaba mirándole con mucha atención. -Serás una buena esposa, Laelia, porque sabes prestar atención, aunque no entiendas lo que te estoy diciendo.

Las nupcias fueron espléndidas. Llegaron regalos de todos los confines del reino, y los banquetes, que duraron varios días, unían la mañana con la noche en un interminable desfile de platos para los numerosos invitados. De nuevo el palacio estaba invadido, como en la coronación de Argantonio, por señores de las tierras, embajadores, grandes armadores, poderosos comerciantes de Gadir y Tarschich, que dormitaban borrachos en cualquier esquina. Los servidores no daban abasto con aquellos grandes comedores y bebedores que no paraban de beber.

La ceremonia había sido, como siempre eran las bodas, en exceso lujosa; los novios con los ropajes más recargados, cuajados de oro en sus adornos, perfumados hasta casi el mareo, además no se habían escatimado para la estancia, esencias, flores, resinas, esteras, cortinajes y hasta animales salvajes de adorno. Entre los regalos llegados desde el puerto fenicio destacaban un grupo de pequeños monos y un león, traídos de Libia, y dos parejas de pavos reales de Chryssa, allende los mares; el gran felino amenizaba con sus rugidos desde una jaula en la terraza, pero los pavos y monos deambulaban a su antojo por las dependencias de palacio interrumpiendo comidas, charlas o incluso trances amorosos entre algún señor y una de las numerosas bailarinas que habían venido desde Onuba, de Tarschich y de la fortaleza, a divertir las noches. Los músicos tocaban arpas, flautas y tambores y servían de fondo para la danza de las jóvenes.

 

Relieve romano de Ariccia, con bailarinas desnudas ante el entusiasmo de los espectadores, 150 d. C., Museo Nacional Romano, Roma, Italia.

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El ambiente era hipnotizante y embriagador para los sentidos y la nueva reina de Tarschich estaba aturdida con aquel entorno nuevo y exultante que la había recibido nada más llegar; sin darle tiempo a adaptarse y sin conocer todavía más que alguna palabra del idioma, sus primeras noches de amor fueron un fracaso, que desagradó a Argantonio.

El sentimiento entre las concubinas Terea y Om-Gueba era de abierta guerra de celos. La tercera Em-ú se mantenía al margen, pero era la hermana mayor de Om-Gueba y ambas se ayudaban mutuamente, seguían hablando su lejano idioma y sabían vivir en un mundo que les era propio y ajeno a las demás. Las jóvenes esclavas y criadas y las ancianas concubinas observaban, hablaban en voz baja y se reían a sus espaldas, para ellas aquel pugilato de amor era motivo de alegría y diversión. Pocos días después de la boda de Laelia y Argantonio y con escasas horas de diferencia, las dos hermanas dieron a luz a los dos primeros hijos del rey. En aquella atmósfera de odios y celos y con el nacimiento de los primogénitos, aunque fueran bastardos, la reina se sentía perdida y asfixiada.

La vendimia llegaba a su fin cuando Argantonio recibió a las dos madres con los pequeños en la sala de audiencias, en un acto público de reconocimiento por ser sus primeros retoños. La reina tenía que compartir aquella recepción, impasible sentada en el trono a su lado, vio cómo los ojos de su marido no se apartaban de los de la favorita.

-Sube hasta aquí, Om-Gueba. -Le pidió con ternura el rey. -Muéstrame a nuestro hijo, sin duda será tan hermoso como su madre. -Y su mirada se complacía en la mujer que adoraba.

Ella subió a la tarima hasta él y le mostró al pequeño, arrebujado entre lienzos, era tan sólo una criatura de carne morena y caliente. Om-Gueba estaba bellísima, la maternidad había redondeado más sus pronunciadas curvas aumentando sus pechos y sus nalgas, notables bajo la túnica casi transparente, su rostro además resplandecía y en sus ojos podía leerse una felicidad completa. Mostró la perfecta dentadura en una sonrisa complaciente hacia su dueño y bajó del estrado al suelo de piedra pulida, con aquel movimiento ondulante, suave y lento que la hacía parecer una diosa.

Aquella misma noche, la princesa del país de Punt volvería a compartir el lecho con Argantonio y así sucedió días tras día, tan sólo de vez en cuando, en cada luna, Terea la bailarina, Em-ú la otra concubina del lejano país, y de tarde en tarde, Laelia, eran llamadas a sus aposentos. 

 

Jardín de la Galera, en el palacio mudéjar del Real Alcázar de Sevilla.

https://www.alcazardesevilla.com/jardines-palacio-mudejar/


 

La reina languidecía de nostalgia y soledad en el ámbito de las mujeres: sus habitaciones, el gran patio enlosado de mármol con arriates de mirto y algunas palmeras, y el jardín que les era propio.


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