martes, 14 de enero de 2025

Argantonio. El hombre de la sonrisa de plata. 15

 

                                   V



Era primavera y la luna se alejaba de su plenitud, pero todavía mostraba las claras siluetas de la noche. La temperatura era deliciosa, las lluvias habían cesado, dejando un agradable frescor y haciendo crecer cada hoja y cada tallo, con esos primeros soles calientes que parecen despertar la vida de los campos; insectos, reptiles y otros pequeños animales volvían a salir del letargo invernal y de sus escondrijos. Todo invitaba a la despreocupada y feliz entrega vital. Vivir cada momento y cada sensación: calor, humedad, olores, aire vibrante venido del océano, Argantonio sentía en aquellos nuevos días de siembra, renacer otros calores, otras humedades, otros olores…, de otros tiempos. Terea tocaba la pequeña arpa de mano y cantaba lánguidamente, había olvidado las sensuales y rítmicas canciones y bailes que exaltaban el ánimo del rey. Pero ahora, los cantos servían de eco a sus amores con Om-Gueba, que en invierno le había dado su séptimo hijo.

Juntos, la favorita y el rey, observaban la luz filtrada por la transparente cortina, que se movía suavemente con la brisa; por el fondo del jardín caminaba la guardia nocturna guiada con antorchas. Palmeras, granados, almendros, que estaban perdiendo las flores nacidas con los últimos fríos, e higueras olorosas en sus primerizos brotes, se recortaban sobre el cielo o sobre la muralla. Después se quedaron dormidos abrazados, y Terea se marchó a los aposentos femeninos, ya no le importaba el amor persistente del rey por aquella extraña princesa de color cobre tostado.

 

 

Bailarina de Gades, pastel y gouache sobre papel y cartón, Rafael Alberti, 1953, Museo de Cádiz.

 

Con las primeras luces, Argantonio sintió el cuerpo excesivamente caliente y sudoroso de Om-Gueba pegado al suyo. La acarició: sus sienes y su cuello ardían. La despertó y ella respondió doliente con un quejido, estaba aturdida y se encontraba mal.

Argantonio hizo venir al maestro.

-¿Qué sucede en palacio? ¿Está enferma Om-Gueba? ¿Es la maldición de los dioses? -Y como si recordara algo, apretó los puños y dijo entre dientes: -Melkart...

El maestro tocó aquella frente llena de gotas de sudor, palpó las sienes por las que el líquido de la vida parecía correr como un caballo a galope, el cuello demasiado cálido y las manos húmedas hicieron decir al maestro.

-Tiene fiebres malignas, su vida corre grave peligro, y lo que es peor, puede contagiarte a ti y a otras personas de palacio.

-Tú tienes medios infalibles y secretos, aprendidos en aquellas lejanas tierras donde conociste al sabio caldeo. Sálvala, ella es más que mi reino, mi río de plata, mis minas y mis cosechas. Emplea las artes que sean necesarias, no repares en nada, pero haz que viva. La quiero a mi lado.

-Yo no tengo en mis manos el poder de los dioses, mi señor, tan sólo soy un hombre un poco más sabio que el resto, pero no poseo artes, ni secretos que puedan librar a alguien de las garras de la muerte, cuando ella le ha prendido. Haré todo lo que sé, señor, pero no esperes de mí lo que no puedo hacer.

Argantonio le miró con odio, porque no creía lo que le estaba diciendo, pero se mantuvo en silencio. Ordenó que dos esclavas estuvieran continuamente con ella para hacer todo lo que dijera el maestro, y él mismo, dejándola en sus propios aposentos contra toda costumbre, se quedó a su lado para mirar los movimientos de su respiración, oír las quejas de sus labios y enjugar su frente.

El maestro mandó preparar unos cocimientos con la seta roja de los montes de pinos, que la enferma bebía en sus extraños desvaríos; las esclavas refrescaban su cabeza con lienzos empapados de agua fría; y a los lados de su cama, se quemaban ciertas resinas, polvos de raíces y flores secretas. Hiramish hizo traer varias piedras talismanes, para alejar los malos espíritus, y puso en medio de sus pechos, una piedra de lapizlázuli para conseguir la magia del cielo estrellado.

 

 

Bloque de lapislázuli, https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Lapis_lazuli_block.jpg

 

Los días con sus noches transcurrían lentos y terribles. Argantonio no se movía de la habitación y parecía un animal salvaje enjaulado buscando la salida. Tan pronto estaba a su lado, acariciando con sus dedos aquel rostro, y siguiendo con ellos, el contorno de su cuello hasta sus senos y su vientre, como hablando en voz alta con ella, que yacía casi inmóvil y delirando entre las fiebres:

-No te vayas Om-Gueba, en el otro lado no te espera nadie, aquí en esta orilla, tu rey Argantonio, sangre de tu sangre y carne de tu carne, no te dejará marchar. ¿Quién traerá el aroma de tus ungüentos? ¿Dónde estarán los trenzados armoniosos de tus rizados cabellos? ¿Quién tocará tu cuerpo, si no soy yo? Y nuestras noches de amor, tienen que hacer brotar más hijos de tus entrañas. -Y se acercaba a palparla con manos temblorosas y rostro desencajado por el sufrimiento.

No quería oír noticias de la marcha del reino, no recibía a visitantes, viajeros o embajadores, no escuchaba a su hermano, cuando le hablaba de cuestiones de palacio y no veía al mayordomo ni a nadie que no fuera su amada Om-Gueba, y a Hiramish, que luchaba porque no se le escapara la mujer más enigmática y misteriosa de Argantonio, ella que apenas hablaba el tarscheno y había hecho aprender algo de su extraña lengua al rey. Pero el maestro sabía que la concubina no tenía más que algunos días, y callaba cuando el rey le preguntaba si estaba mejor.

Era una noche oscura, la luna ya se había ido, el maestro subió al terrado a observar el camino de las estrellas para la princesa del país de Punt, y lo que vio, le hizo bajar corriendo.

La fiebre la había abandonado y aparentaba una asombrosa mejoría, sonreía a la luz de las teas, su rostro había enflaquecido y resultaba más pálido. Argantonio no cabía en sí de gozo, contemplando a aquella mujer que era su tesoro más preciado. Permaneció junto a ella en el lecho, tocó sus cabellos mojados, los carnosos labios y la línea de su barbilla; las criadas dormitaban en el cuarto contiguo, y Hiramish se estremeció al pensar lo que estaba por suceder para antes del alba.

El rey se quedó transpuesto tras las noches de vigilia, ayuno y dolor. Hiramish estaba sentado un poco alejado de la cama, pero podía observarla con aquella luz anaranjada y a veces rojiza de la antorcha, que movía y oscurecía a su antojo las figuras y los rostros. Fue tan sólo un momento, la cara morena y todavía bella de Om-Gueba, pareció quebrarse por el efecto del trepidar del color claro y a continuación oscuro, de la llama que la iluminaba; se acercó a ella y tocó su muñeca, no había pulso y estaba inerte. Agarró el hombro del rey, que saltó como si le hubieran herido, adivinando lo que sucedía. Argantonio salió a la terraza que daba a su cuarto, donde la aurora clareaba ya, con un tono violado que sólo los cielos del Sur pueden ofrecer en las primaveras. Clamó a las alturas y a los dioses con una furia, que el maestro no le había escuchado en todo el tiempo que lo conocía.

 

 

Lanzarote despidiéndose de la reina Ginebra muerta, 1922, ilustración de Newell C. Wyeth.

De Newell C. Wyeth - The Boy's King Arthur: Sir Thomas Malory's History of King Arthur and His Knights of the Round Table, Edited for Boys by S. Lanier, Scanned by Dave Pape., Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=2897149


 

-¿Quién maldice mi sino con tanta perversidad? ¿Quién desea el castigo y el peor mal de Argantonio? ¡Oh, dioses, yo también os maldigo, porque en lugar de herirla a ella, me habéis matado a mí! ¿Para qué quiero mi vida a partir de hoy? ¡Desgarrar mi carne, romper mis miembros, cortar mi cabeza, cualquier cosa era mejor que llevársela a ella! -Y lo decía llorando a gritos, enloquecido de rabia.

Después entró de nuevo en el aposento y se arrodilló al lado del cuerpo de Om-Gueba. Allí permaneció hasta que al atardecer, Hiramish le hizo beber una copa de adormideras y cayó en un letargo semiconsciente. Cuando le preguntaron:

-¿Dónde la conduciremos, señor? -Era el mayordomo de palacio el que hablaba.

-Deseo que su cuerpo, después de ser incinerado, sea guardado en la más perfecta urna de alabastro; que tallistas del mármol realicen las más bellas esfinges para que guarden su descanso, y con los mejores dones de Tarschich la enterraremos en un gran monumento funerario, que construirán maestros en este arte, aunque nada habrá que la iguale a ella en hermosura y proporción. Con ella deberán guardarse sus mejores adornos y otros que encuentres en el tesoro. Prepara todo rápidamente, mayordomo.

Dicho esto, Argantonio salió de palacio. En las cuadras cogió su caballo y partió con la locura en el rostro. El sabio tomó dos sirvientes y, con sigilo y desde lejos, siguió los pasos del rey.

Mientras, en los aposentos reales se preparaban las honras fúnebres de Om-Gueba, favorita del rey de Tarschich, madre de siete de sus bastardos, princesa del país de Punt, muy amada por Argantonio.

El rey cabalgó sin cesar y sin tener en cuenta la marcha de la marea, siguió el camino de las marismas, pero no fue hasta el paraje donde solía, sino que se desvió hacia el otro lado de la desembocadura del Tarschich, y llegó extenuado y medio muerto de dolor, hasta el templo de la luz divina. Sus seguidores le habían perdido, al no poder mantener el ritmo de su marcha.

 

 

Puerta del templo de Apolo, isla de Naxos, Grecia, hacia 530 a. C., De Olaf Tausch - Trabajo propio, CC BY 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=31093681

 

El lugar era sencillo, no se parecía a los grandes templos tarschenos o gadiros; las dádivas aceptadas eran utilizadas en socorrer a los enfermos y gente humilde que lo visitaban, pues era un lugar de peregrinación muy querido popularmente, aquí los sacerdotes semejaban más ser eremitas y místicos, totalmente diferentes a los artificiosos y envarados hombres de Melkart.

Ellos oyeron el caballo, que cayó muerto cerca de la entrada, y acudieron a auxiliar al hombre, que yacía en tierra también desfallecido. No le reconocieron como el rey, pero le atendieron y le cuidaron en las modestas dependencias que había tras la estancia sagrada.

Un día después llegaron Hiramish y los dos criados, que al no encontrarle en las marismas, acabaron por acercarse a preguntar en el templo.

Vuelto en sí, pálido, demacrado, ojeroso y con una tristeza que le salía por la mirada, Argantonio, ya más tranquilo, le dijo a Hiramish.

-Me quedaré aquí, necesito estar a solas frente al océano, en este espacio sin protocolo y sin lujos. No te preocupes, me encuentro bien, volveré en unos días. Quiero que regreses a Tarschich, y compruebes que se cumple el más majestuoso ceremonial en las honras fúnebres a Om-Gueba, y que se comienzan los trabajos para que el monumento que la albergue sea realmente grandioso. Ve, Hiramish.

 

 

Monje a la orilla del mar, óleo sobre lienzo, 1808 - 1810, Caspar David Friedrich, Antigua Galería Nacional, Berlín, De Caspar David Friedrich - KwEv_TMiJhn5kA — Google Arts & Culture, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=13266070

 

-Así lo haré, señor, pero te dejaré a dos criados de confianza que han venido conmigo, y si deseas llamarme te serán de utilidad.

Entre los hombres santos de la luz divina, se sentía diferente, triste y perdido, pero sosegado. Había acabado para él la alegría de vivir, aquel exultante estado continuo de saberse pleno por todos los dones que le rodeaban; él, el rey de Tarschich, el más grande de todo Occidente y de toda su dinastía, tenía arruinado el corazón y si miraba hacia su interior, solamente era capaz de ver un pozo negro sin fondo. 

 

 

Paisaje marino (Sidi Ferruch, 1919), óleo sobre lienzo, G. A. Rochegrosse, Museo Nacional del Prado, Madrid.



Marchaba cada amanecer, mientras los sacerdotes comenzaban con sus ofrendas matutinas, quemando perfumes ante el altar sagrado; él andaba por la playa interminable, descalzo, vestido con una túnica simple de tosco tejido, que los eremitas de la luz divina le habían proporcionado cuando llegó con la suya empapada y destrozada; regresaba al mediodía cansado, calado por el agua del mar y con los ojos orlados de un tono oscuro y profundo.

Ya volvía la luna de nuevo al firmamento, cuando Hiramish vino a pedirle que retornase a palacio, a la ciudad:

-La reina, los consejeros, los señores, los servidores, todos están inquietos por tu falta y te esperan ansiosos. Ya has calmado el primer dolor de tu herida, hora es, de que te entregues otra vez, a la tarea que te ha encomendado el destino. No puedes dejar de ser quien eres, Argantonio, rey de Tarschich. La muerte es voraz con los seres más amados, pero tu grandeza no se medirá por tus lágrimas, sino por los hechos de tu reinado.

Le miraba sin interés, realmente parecía otro, pensó el maestro, ya no había en él, aquel brillo de juventud radiante, ni los ojos burlones un poco infantiles. Todo en sus maneras parecía más oscuro y lúgubre, desganado y maduro: cómo se volvía cuando le hablaban, el rictus de la boca, las ojeras moradas, el duro entrecejo, algunos cabellos blancos entre los rizos y las incipientes arrugas.

-Todo pasa, mi señor, estate seguro de ello, y este dolor infinito que ha cambiado tu aspecto, se alejará de ti dentro de unas lunas; mientras tanto sigue adelante, en palacio te aguardan tus responsabilidades de monarca.

Por toda respuesta, Argantonio dijo:

-Manda preparar los caballos, volvemos a Tarschich.



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