viernes, 31 de enero de 2025

Argantonio. El hombre de la sonrisa de plata. 4

 

 

                                IV


Antes de acostarse, Hiramish decidió que al día siguiente se marcharía a Gadir. Necesitaba correr a caballo en libertad, ver el mar, pasear por las calles de la populosa fortaleza fenicia y, sobre todo, avanzar en sus trabajos abandonados desde que llegara a Tarschich. Buscar lo que buscaba era lo más importante de su vida.

Al amanecer fue a ver al joven, aún se apreciaban en su rostro las señales del sueño.

-Argantonio, me voy a Gadir. Me llevo a mi criado. -El muchacho le observaba sin entender bien.

-¿Tienes algún problema, maestro? ¿Puedo ayudarte? ¿Precisas que te acompañe alguien de palacio? ¿Tal vez, la guardia?

-No, lo que necesito es un poco de la libertad que siempre he disfrutado. Los muros de palacio se me hicieron anoche insoportables. -Argantonio le miraba entre asombrado por la afirmación y un poco cómplice, él también echaba de menos sus escapadas solitarias. -Quiero ver el mar, ir a mi casa, consultar algunos papiros y tablillas que allí permanecen; adelantar en mis trabajos ahora detenidos. Deseo correr a caballo y no parar hasta las barcazas que cruzan al puerto de la fortaleza. En Gadir, perderme por las callejuelas como un fenicio más.

 

 

Puesta de sol en el castillo de San Sebastián, desde el castillo de Santa Catalina, Cádiz.

 

-Añoras tu tierra. -Concluyó Argantonio como si pensara en voz alta, y añadió. -Y ser libre... Yo huyo de vez en cuando, porque sé lo que es sentir que las paredes de palacio te ahogan. Desde que estás aquí no he vuelto a salir, pero ya va siendo hora de que vuelva a las marismas yo solo.

-No vayáis mientras yo esté fuera, por favor, señor, no salgamos a la vez. Al rey no le gustaría, y aunque esa fue la condición que yo puse para ser vuestro preceptor, pensaría que aprovechabais mi ausencia para imponer vuestro capricho, y no se trata de eso...

-No. -Dijo muy serio el príncipe.

-Estudiad durante mi viaje, repasad el cálculo; las estrellas que os he enseñado; y practicad el alfabeto fenicio. Con él, deberéis leer este documento que os traigo y recordarlo de memoria. A mi vuelta comenzaremos a salir a caballo fuera de palacio, me enseñaréis vuestro reino y aprenderemos de la vida de sus gentes. También vendréis conmigo a la biblioteca, es el momento de que estudiéis vuestra historia, vuestras leyes y la historia de otros pueblos.

-No tengas cuidado, cuando regreses sabré todo lo que me dices y lo habré grabado en la memoria. Mi padre no conocerá, a no ser que te llame a ti directamente, que has salido, no es necesario. ¿Cuántos días estarás fuera?

-No lo sé, tal vez en la séptima puesta de sol esté de vuelta. Gracias, joven señor. -Respondió el maestro con una reverencia y salió de la cámara camino de los establos, donde ya Melkartés tenía preparados los caballos.

Partieron de palacio como una exhalación. Hiramish deseaba volar como el viento de Levante, que soplaba fuerte cuando se acercaban a la zona de embarque para el puerto de Gadir. El olor a mar, el aire caliente y el frescor del agua revivieron su espíritu.

 

 

Reconstrucción de Gades en el s. I d. C., panel del Museo de Cádiz.

 

La fortaleza fenicia era un emporio de vida y riqueza. Estaba distribuida en dos islas: la menor, llamada Roja o del Sol Poniente, albergaba el templo de la diosa Astarté y el asentamiento más antiguo abarrotado de casas bajas, en estrechas calles alrededor de la zona de los pescadores, y con viviendas de dos pisos en la zona noble al estilo de Tiro de donde procedían sus viejos moradores; la mayor, la denominada de los Olivos Silvestres, contenía la necrópolis y los dos grandes santuarios: al Noroeste el de Baal-Ammón y al sureste el famoso de Melkart; había otras islas, pero estaban despobladas, una llamada la Doble o Gemela que también tenía una ciudad de los muertos. El mar y las salinas las rodeaban. 

 

 

Estatua de Baal-Ammón, terracota, s. I a. C., Museo Nacional del Bardo, Thinissut, Túnez. De AlexanderVanLoon, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=42051091

 

En la Roja, y ubicado en el canal que la separaba de la grande, se encontraba el puerto, la parte más populosa, y no muy lejos, las casas de los grandes mercaderes afincados desde tiempo inmemorial. Había pequeños talleres, y los artesanos que trabajaban en el área estaban bien considerados porque eran los mejores. Tejedores, orfebres, y esculpidores de mármoles y piedras, hacían sus productos para una rica y poderosa ciudadanía. Un molino aceitero, fábrica de salazones, además de artífices como herrero, alfarero, tintorero, una metalurgia, carpinteros de ribera y pequeños campesinos vivían en tierra firme y abastecían a la fortaleza. En ella se congregaban fenicios, helenos, egipcios y tirrenos, pues los barcos de las más variadas procedencias llegaban continuamente a puerto. Marineros timoneles o remeros y mercaderes extranjeros se reunían en abigarrada campechanía en tabernas y lupanares, donde el vino, la música, el canto y el baile de las fascinantes y provocativas danzarinas, acababan por adueñarse de todos. Corría el dinero y la lujuria, y los objetos más valiosos venían de lejanos confines para capricho y satisfacción de los nobles señores.

En las inmediaciones del puerto, los edificios eran de una sola planta, pegados unos a otros a lo largo de calles estrechas y tortuosas; las casas, bajas de una sola planta, hechas de adobe o ladrillos de barro, con terrados por techo; eran de color marrón en el exterior, en el interior revocadas y encaladas de amarillo, y solían tener un patio. El agua de lluvia era recogida en cisternas. Los poderosos vivían más alejados del puerto, en casas de dos pisos bellamente fabricadas con base alta de piedra ostionera y el resto de adobe o ladrillos de barro y el interior también encalado amarillento; coronadas igualmente con un terrado; con puertas y ventanas de maderas nobles y resistentes a la humedad hacia el exterior y cortinajes finos hacia el interior.

El puerto era centro de la vida comercial, a él llegaban numerosas naves de los más alejados orígenes, en él podían contemplarse: pentecónteras de Samos; las fenicias de doble y triple remo, llamadas “bañeras” por los helenos; los que más tarde serían conocidos como "caballos", que no sólo construían los gadiros sino también los tarschenos, con el mascarón de proa protector con la cabeza del equino; naves con grandes carenas y potentes quillas, de fuerte construcción en madera de cedro o roble, con partes de ciprés y boj, ensambladas con herrajes y calafateadas con betún del Mar Muerto; otras con espolón a pesar de que allí no atracaban navíos de guerra; las más, con alta proa y popa convexas para evitar los fuertes oleajes, y una sola vela.

 

Trirreme griega.

CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=250720


 

Era una ciudad cosmopolita, donde se encontraban todas las razas, se escuchaba una mezcolanza de idiomas y se observaba variedad de vestimentas de Oriente y Occidente.

En el extremo occidental de la Isla Roja, muy cerca de una playa batida por el mar abierto, se adoraba a Astarté, la diosa madre, de la fertilidad y de la alegría del amor. El templo se encontraba en un recinto semicerrado, sobre una especie de gruta en la que nacía una fuente de agua dulce; era allí, en la cripta, donde se producía la comunicación con la diosa. Venerada por jóvenes sacerdotisas que acogían a los visitantes para sus ofrecimientos, la diosa era celebrada periódicamente y sobre todo en los plenilunios.

 

 

Diosa Astarté, acompañada de dos aves, pieza tartésica con influencias egipcia, fenicia y centroeuropea, bronce, 625 - 525 a. C., Museo Arqueológico de Sevilla.

https://www.museosdeandalucia.es/web/museoarqueologicodesevilla/obras-singulares/-/asset_publisher/GRnu6ntjtLfp/content/bronce-carriazo?inheritRedirect=true


 

El templo de Melkart, patrono de Gadir y recuerdo de la vieja Tiro, guardaba el tesoro de la ciudad, velaba por los navegantes y el comercio -negocio vital para la nueva capital fenicia- y había llegado a ser opulento y sus sacerdotes poderosos. Situado a orillas del mar al Sur de la gran isla, era visitado por los extranjeros, que agradecidos por el negocio y la buena travesía, dejaban sus presentes y su recuerdo. No muy lejos, en el Noroeste se encontraba el templo de Baal Ammon, el gran dios padre, más misterioso y cerrado para la mayoría, ya que solamente accedían a él los grandes señores de ascendencia fenicia. Esas familias, fundadoras de la ciudad, habían traído su culto y sólo ellas lo mantenían, no necesitaban para ello a los viajeros y comerciantes que arribaban continuamente al puerto.

Al llegar la luna, tras el solsticio invernal de largas noches, Gadir celebraba la gran fiesta de Melkart; era la muerte en el fuego y su resurrección a la vida, el dios tenía su morada en el submundo desde el otoño. En recuerdo de la deidad solar de su Tiro natal, se quemaba una gran figura de Melkart, que perdía así su vieja edad en el fuego y obtenía a cambio la juventud. Era el día del nacimiento del sol invicto, rememoración de viejas tradiciones, en las que no podían participar los extranjeros, para los que la ciudad estaba cerrada en esa fecha, y rebosaba de alegría y despilfarro.

Ahora en aquel ambiente desordenado, ruidoso, con gente extraña, Hiramish gustaba perderse durante veinticuatro horas seguidas.

-Vete a casa y prepara mi aposento y mis objetos de trabajo. -Le dijo a Melkartés, despidiéndolo al llegar al puerto gadiro. -Yo iré mañana a estas horas.

Y se fue por las callejuelas aledañas. Se dirigió a una taberna famosa por su vino y los asados de pescado. Un grupo de jovencitas, bellas, ondulantes y bien proporcionadas, cuidaban de que no les faltase de nada; después, según avanzaba la noche y el calor del vino, ellas bailaban al son de arpas en las danzas cadenciosas y dulces; con panderos y crótalos en las más frenéticas, mostrando parte de sus perfectas carnes, moviendo las caderas lascivamente y provocando una gran seducción en los hombre que las observaban, cada vez más deseosos de gozar de ellas tras la música. Una de aquellas mujeres tenía el don de la armonía en su voz y cantaba con pasión, provocando el delirio de los asistentes.

 

 

Mosaico de Bishapur con arpista, ca. 260 d. C., palacio de Shapur, era sasánida, Irán, Museo del Louvre, París.

De Desconocido - Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=905163


 

Allí, Hiramish saciaba todos sus recuerdos de Tiro. Cenó una buena porción de pescado, regado por fuerte vino, del que siguió consumiendo hasta que la noche negra, sin estrellas, nubarrada de tormenta y caliente por el aire de Levante, que se colaba por las ventanas y removía el fuego de las teas encendidas, le trajo a una de las chiquillas a su lado. Ya la conocía desde que llegó a la ciudad y con ella dormía y se gastaba parte de la plata de la que disponía. Eran noches sin sueño, cálidas en extremo, llenas de olor a cuerpo femenino, sudor y perfume exótico traído de Egipto por algún marinero días antes, de vino y de digestión pesada.

La mañana siguiente apagaba su sed con el mismo vino y los mismos labios. Había descargado una ligera tormenta, el viento había amainado y el sol brillaba espléndido iluminando el lecho. Abdira era morena, de estructura compacta y ligera al mismo tiempo. Hija de una prostituta sidonia, que había venido de Sidón hacía muchos años y la tuvo ya en Gadir de un marinero egipcio, había aprendido todas las artes de cautivar a los hombres con el baile, el canto y el cuidado de su cuerpo. Ahora, dormida sobre el jergón, le pareció una niña, hermosa, pero una niña.

-¿Cuántos años tienes? -Le preguntó cuando el sol andaba en su cenit y comían juntos un plato de pescado, servido por la anciana que cocinaba en la taberna.

Ella rio maliciosa y le respondió:

-Suficientes para ti, mi señor. 

 

 

Las nueve musas con sus atributos en un lateral de sarcófago romano de mármol, primera mitad del s. II d. C., Museo del Louvre, París. De Desconocido - Jastrow (2006), Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=674783

 

Pasó el resto del día junto a Abdira que le cantó canciones dulces y melancólicas, acompañada de una pequeña arpa traída de Oriente. Al anochecer, cuando ella se retiró para bañarse y preparar su cuerpo para una nueva noche de trabajo, él se quedó recogido sobre sí mismo hasta que volvió.

-Tengo que marcharme, Abdira. -Le acarició el cabello recién engalanado de aceite perfumado y puso en su mano un pequeño lingote de plata en forma de piel de toro.

-¿Cuándo volverás, señor? -Preguntó la joven, con una sonrisa amplia.

-No lo sé. -Era la respuesta habitual del maestro, cuando venía cada mes. -Que Astarté, Melkart y Baal Ammon te colmen con sus dones. -Añadió y salió de la taberna, mientras ella repetía el mismo deseo de fortuna.

Caminaba despacio por las callejuelas del puerto, donde el inicio de la noche traía olor a pescado preparado en las brasas de los locales que llenaban la zona. Marinos y comerciantes la frecuentaban más a aquellas horas. Le gustaba volver a su casa con la luz tenue que todavía no ha invadido la oscuridad de la noche, observar a los hombres que llegaban, escuchar sus voces sonoras hablando la lengua de la patria común u otras desconocidas. Y, sobre todo, recibir aquellos aromas, a veces de la comida; a menudo de los perfumes de Oriente, que las mujeres acababan de poner en la piel o el cabello; en ocasiones, de pestilencia de pescado podrido abandonado en algún rincón al sol durante todo el día; y siempre, como fondo, el del mar cercano y circundante golpeando contra la base de la muralla.

 

 

Miranda, óleo sobre lienzo, 1916, John William Waterhouse, colección privada.

https://lacamaradelarte.com/obra/miranda-de-john-william-waterhouse


 

Rebasó el área cercana al embarcadero, un poco más allá, a orillas del océano infinito se encontraba su morada. Era una casa baja con un terrado como techo, con un patio interior donde algunos árboles daban su suave sombra. Melkartés, Atariana y el anciano Unamón, le esperaban. El criado le ofreció un pequeño refrigerio que el maestro rehusó. Cuando llegaba, tras un día en la fortaleza, Hiramish se mostraba huraño y desagradable, no era él exactamente quien regresaba, sino otro oliendo a vino, a mujer y a estómago revuelto; la túnica arrugada, sucia y el cuerpo sudoroso. Melkartés ya lo sabía y procuraba tener todo dispuesto; Atariana había hecho una cena ligera y tenía el baño y una túnica limpia y perfecta sobre el lecho, pero era el joven quien le atendía. Atariana y el viejo salían hacia la otra dependencia sin hacer ruido.

-Tomaré un baño y me pondré con mis trabajos. ¿Tienes todo a punto?

-Sí, mi señor: la caja de la sabiduría, los papiros, unas tablillas, los saquitos con los polvos y hachas encendidas para toda la noche.

Le ayudó a bañarse, a secar su cuerpo y procedió a untarle un aceite aromático en la piel y los cabellos. De nuevo parecía el sabio Hiramish, firme, aún joven e impoluto dentro de su ropa de tejido fenicio.

-Puedes irte a dormir, no te necesitaré. -Le advirtió, y Melkartés desapareció silencioso tras la cortina.

La habitación donde trabajaba era pequeña, tenía una puerta que daba a un espacio plano frente al mar, allí en las noches de novilunio podía observar las estrellas sin que nada ni nadie le molestase. Pasaba el tiempo entre el cuarto y el exterior, en un extraño ir y venir. 

 

 

Villa en el mar, óleo sobre lienzo, 1871- 1874, Arnold Böklin, Museo Städel, Frankfurt. https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Arnold_B%C3%B6cklin_-_Villa_by_the_Sea_-_Google_Art_Project.jpg#mw-jump-to-license

 

En el interior, sobre una gran repisa alta y ancha de piedra a modo de mesa adosada a la pared, Melkartés había dejado los objetos de estudio de su señor. Una vez solo, abrió la caja de cedro con remaches de plata y extrajo de su interior tres esferas perfectas, cada una del tamaño de un puño; estaban hechas, una de berilo transparente, otra de lapislázuli y la tercera de obsidiana de color indescifrable; las colocó sobre la superficie de arenisca formando un triángulo; dispuso un recipiente de mármol al lado y dentro vertió un poco de polvo de los dos saquitos de cuero que volvió a cerrar cuidadosamente, y desplegó uno de los papiros, comenzando su lectura desde el principio.

La luz malva de la aurora empezaba a cernerse sobre la Isla Roja, cuando la fortaleza iniciaba lentamente un nuevo día en los muelles, el molino y los pequeños talleres, entonces se fue a dormir.

Melkartés le despertaba a la hora de comer, tomaba algún bocado, descansaba en el patio a la sombra de un árbol y cuando se hacía de noche iniciaba de nuevo sus solitarias tareas. Así pasó seis días. Al amanecer del séptimo dijo al criado.

-Prepara todo para marcharnos a Tarschich. Es hora de volver. Argantonio nos espera inquieto.


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