III
Pocos días después llegaban a Tarschich dos barcos de procedencia samia. Argantonio no lo pensó dos veces, ordenó a su gente que vendiera los últimos cargamentos de estaño y otros metales a los mercaderes compatriotas de Kolaios. El marino había cumplido su palabra, eran compañeros en el puerto de Samos a quienes había enseñado el último tramo de la ruta, para llegar en poco más de dos semanas hasta el reino de Argantonio. Aquellos hombres habían quedado admirados del éxito obtenido por Kolaios en las extremas tierras de Occidente, y decidieron seguir su camino. En toda la ciudad se había hablado largo tiempo del generoso regalo -un gran caldero de bronce, adornado con grifos a su alrededor y sostenido por tres colosos de rodillas, con un coste de seis talentos- realizado por el comerciante en el templo de Hera.
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Ruinas del templo de Hera en la isla de Samos, Grecia. Foto: Babbsan47, Attribution, https://commons.wikimedia.org |
Antes de que se marcharan, Argantonio se aseguró del regreso de mercadantes de su procedencia, emplazándoles, como a Kolaios, a que explicaran aquella vía marítima y los resultados a los armadores más importantes de su puerto de origen. Cuando los recibió, el monarca les interrogó según su costumbre:
-¿Cómo se encuentra vuestra isla? ¿Qué novedades hay, desde que nos visitó el buen Kolaios?
Uno de los capitanes, comerciante él también, le explicó que se había construido una extraordinaria obra para llevar agua a la ciudad desde el monte Kastro.
-Un paso subterráneo de 54 pies de ancho y algo más de 675 pasos de largo. Ha sido un trabajo, ideado por Eupalino de Mégara, que exigió difíciles cálculos de triangulación y comenzar la obra por cada lado al mismo tiempo.
-¿Se consiguió que coincidieran las dos excavaciones al encontrarse? -Preguntó muy interesado por aquella construcción, Argantonio.
-No totalmente, señor, y hubo que hacer una curva para unirlas. -Respondió el samio.
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Acueducto de Eupalino de Megara en la isla de Samos, Grecia. De GrigorisKoulouriotis - Trabajo propio, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org |
-En verdad sois ingeniosos en vuestra patria. -Exclamó el rey. Y continuó: -Haced que vuestros conciudadanos, que deseen comerciar con Tarschich, conozcan que aquí los recibiremos amigablemente y pagaremos con justicia sus mercancías. Disponemos, como habéis comprobado, de plata, cobre, hierro, estaño y algo de oro. Estamos bien dispuestos con vuestra gente y queremos mantener esta relación.
Llegaba el invierno y los viajes a las islas del estaño se hacían difíciles, los negociantes de Gadir no podían enviar más aventureros en su búsqueda, y los viajeros que venían de Oriente reclamaban más metales en la isla. El camino del oeste dominado por Argantonio traía menor cantidad, pero lo hacía a lo largo de todo el otoño y el largo invierno, con lo que conseguía aportes regulares. En el comercio de Gadir se apreció la falta de suministros de Tarschich, pero supieron que su rey no tenía prisa en abastecerlos, la clientela helena de Samos comenzaba a llegar regularmente hasta sus puertos y se llevaba, lo que en otros tiempos, ellos adquirían. El consejo de la ciudad se reunió con el patriarca de los sacerdotes y, ante el apremio de los compradores, decidieron enviar una delegación hasta Argantonio para pedirle algunos cargamentos de estaño, de plata, de cobre y de hierro.
Fue la solución momentánea del conflicto, porque los de Gadir estaban dispuestos a pagar lo que fuera por los metales de Tarschich, y Argantonio aprovechó la oportunidad para volver a exigirles su alto precio. El equilibrio estaba de nuevo de su parte, gracias a la presencia jonia en su mercado. Pero Argantonio no volvería a fiarse de los fenicios, conocía que habían logrado alcanzar las lejanas islas del estaño y sabía que el próximo verano volverían a traer mayores cargamentos desde allí. Había decidido comerciar con los jonios definitivamente, ellos serían unos interlocutores más amigables.
Como la reina, su esposa legítima, no le diera hijos, Argantonio estaba inquieto; al solucionarse la crisis con los fenicios, se ocupaba de cuestiones más generales de su reinado, y no tener herederos le parecía un grave problema al que daba vueltas sin encontrar remedio. Varias concubinas estaban preñadas de nuevo en palacio, pero nunca la reina. Habían nacido nuevos bastardos, pero muchos niños morían antes de hacerse hombres. Hiramish no quería abordar la cuestión, así que sabiéndole preocupado por ello, le movió a hablar y confiarle sus desvelos.
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El nacimiento de Venus, temple sobre lienzo, Sandro Botticelli, 1482-1485, Galería Uffici, Florencia, Italia.
https://www.visituffizi.org/es/obras-de-arte/el-nacimiento-de-venus-de-botticelli/ |
-Han pasado casi cuatro primaveras desde que desposé a Laelia y todavía no ha sido capaz de darme un solo hijo. Nadie sabe lo que deseo un primogénito varón, para conocer al que será rey de Tarschich en el futuro, y hacerle digno de tal herencia. Las lunas se suceden sin que el vientre de mi esposa muestre el menor signo de cambio. ¿Es que los dioses, que hasta ahora han sido tan benéficos conmigo, no quieren concederme ese don?
-Los dioses no tienen nada que ver en tu paternidad, señor. Tu esposa, como tú, sufre el mismo desasosiego por el hijo que no llega, pero la naturaleza exige antes de la recolección de los frutos, la siembra. Si sales a tus campos, puedes ver como los hombres colocan las semillas de trigo en la tierra labrada y caliente de los primeros soles de la primavera, para luego recoger las espigas cargadas de grano al final del verano. Eres tú mismo quien puede acabar con la inquietud que invade tu corazón y el de tu esposa.
-Habla claro, Hiramish.
-Nada hay más sencillo, señor. En cuatro años, la esclava nacida en el país de Punt, Om-Gueba, te ha dado ya tres hijos, más que ninguna otra de tus concubinas, lo que tampoco ha podido hacer la reina. ¿No te parece extraño? ¿Por qué? Porque Om-Gueba es la mujer que más llamas a tu lecho, casi cada noche; es cuestión de números, y tú sabes manejarlos muy bien. Para tener hijos con la reina, debes llevarla más a tus aposentos y obtendrás el resultado que deseas.
Argantonio calló y quedó pensativo. Sólo pasaron seis lunas para ver a la reina preñada. Tras su túnica de finísimo lino, podía comprobarse que el fruto de Argantonio crecía con normalidad. Al paso de casi diez lunas, la reina tuvo un hijo redondo y moreno, y Argantonio se mostró feliz y tranquilo, como era habitual en él. No sería el último, tres hijas y un niño más, seguirían al primero en los años que llegaron detrás.
Hiramish preparó su lectura de las estrellas a la hora del nacimiento del heredero. Cuando se lo comunicó al rey, fue premeditadamente confuso y farragoso.
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Disco celeste de Nebra, placa de bronce, hacia 1600 a. C., Centro de Visitantes del disco, Nebra, Sajonia -Anhalt, Alemania. De Dbachmann, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=1500795 |
-Señor, los astros son propicios a tu primogénito, dicen que el fulgor brillante de sus destellos cegará con su esplendor a los que le miren. Es diferente, es precipitado, es joven, es pequeño, es todo.
-¿Qué quieres decir con tantos fulgores?
-Pues eso, que será digno sucesor de un padre como tú.
En Menestheos, el oráculo fue consultado, ahora que el monarca de Tarschich no preguntaba al de Melkart, y el pitoniso que recibía la palabra divina, dijo con voz cavernosa:
-“Guardaos de los que se arrastran” -Fue su escueto mensaje.
Las predicciones fueron introducidas en un cofrecillo de plata con remaches de oro, que se llevó a la biblioteca con otras de sus antepasados. Aquel vaticinio desagradó mucho a Laelia porque pensaba:
-Sólo la adivinación por el fuego es limpia y clara. Estas palabras del oráculo me producen temor.
Pero aquel final de verano, al nacer el primogénito, la reina quería presentar al pequeño en el templo de Melkart, en Gadir, para mostrar su agradecimiento a la divinidad y a la intercesión sacerdotal. Ella estaba segura de que habían sido los dones del dios y de Astarté, los que le habían hecho posible engendrarlo. Además deseaba hacerlo públicamente y así se lo dijo a Argantonio que, atónito, montó en cólera.
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Diosa Astarté del santuario del Cerro de El Carambolo, Camas, Sevilla, bronce fundido, s. VIII a. C., Museo Arqueológico de Sevilla. |
-¿Presentar el hijo primogénito de Argantonio al dios patrono de Gadir? ¡Estás loca, esposa mía, jamás se ha hecho tal cosa y jamás se hará! Un futuro rey de Tarschich, no debe su nacimiento a un dios fenicio, y no tiene que agradecerlo a nada ni a nadie. De visitar algún templo, sería uno de nuestra tierra, nunca uno de la fortaleza, ¿Has oído? ¡Nunca!
-Pues ha sido la gracia de Melkart, la que me ha concedido tener este hijo.
-¿Qué estás diciendo?
-Solamente cuando he hecho ofrendas a los dioses de Gadir, se ha dignado el destino concederme este niño. Sería una desagradecida si no volviera hasta sus altares a presentarlo, como muestra de mi alegría.
-¿Has ido a los templos de las islas fenicias a llevar ofrendas sin comunicármelo? ¿Cómo te has atrevido a hacerlo?
-No es fácil para la reina ver a su esposo; desde que llegué de mis islas, mi voz y mi presencia apenas han contado en la vida de Argantonio. En mi soledad, señor, tener hijos era mi salvación, criarlos ahuyentaría mi tristeza. De no haber nacido el pequeño, yo hubiera muerto de melancolía, o tal vez deambularía enloquecida por los jardines de palacio.
El rey miró gravemente a Laelia y se quedó callado unos instantes pensando para sí:
-¿Qué tienes, esposa mía, que ha sido imposible que yo te ame como a otras mujeres de palacio? No veo defecto en ti para merecer este sino.
-Señor, si hice mal visitando los templos de la isla, os ruego que me perdonéis, pero no me hagáis incumplir parte de mi compromiso, impidiéndome regresar ante el altar de dioses tan generosos. -Le pidió Laelia a sus pies.
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Melkart como trasunto de Osiris, bronce, s. VIII - VII a. C., Museo de Cádiz. |
-Álzate, Laelia. Creo que no te das cuenta del significado de tu petición. Eso sería un signo de debilidad ante los sacerdotes de la fortaleza. Ya lo ha sido que fueras sin mi consentimiento... la reina de Tarschich, de rodillas ante el altar de Melkart para suplicar un heredero... No sabes lo que has hecho y en qué posición me has colocado. No volverás a Gadir, porque no le debes nada ni a sus dioses ni a sus sacerdotes, te prohíbo que lo hagas. Cría al primogénito y dame otros más, esa es tu obligación, no ir rogando a templos extranjeros. Y ahora, retírate. -Exclamó Argantonio, cada vez más indignado por la actitud de la reina.
Ella bajó la cabeza y salió de la estancia suavemente, sin hacer el más leve ruido para volver al recinto de las mujeres. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y su corazón seguía malherido y solitario.
Aquella tarde llamó de nuevo al maestro, Hiramish era el fiel de la balanza en la que se enfrentaban los esposos.
-Maestro, he pedido a Argantonio presentar al pequeño ante los templos de Gadir y dar las gracias por su nacimiento después de mis ofrendas. Le he contado mi visita. Estabais en lo cierto, ha sido terrible para él. Me ha prohibido volver. Voy a cumplir su orden, pero no puedo dejar de agradecer a Melkart y a Astarté su intercesión, vos seréis mi mensajero, sois fenicio de origen, sabio y prudente, haréis mejor que nadie una misión de este tipo ante los sacerdotes y las sacerdotisas de los dos altares. Hacedlo, si no queréis que el castigo de los dioses recaiga sobre mí y mi hijo.
-¿Eso esperáis? ¿Un castigo?
-Si fuerais dios y vuestra humilde servidora hiciera ofrendas en petición de un deseo y vos se lo concedierais, ¿No querríais que volviera a daros las gracias?
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Jardines del Alcázar de los Reyes Cristianos, Córdoba. |
Hiramish la miraba con ternura, aquella era la única mujer de Argantonio que mantenía intacta la ingenuidad y limpieza de espíritu. Estaba pidiendo en silencio protección y ayuda y, sin embargo, nadie en palacio podía dárselas.
-Creo que sí. -Dijo el fenicio. -Tenéis razón, si sentís en lo más profundo del corazón que vuestra obligación es mostrar gratitud en los templos de Gadir, tendréis que cumplirla. Pero también tenéis que obedecer a vuestro esposo. Es un difícil dilema.
-No para un hombre como vos. Ayudadme a cumplir mi palabra.
-Voy a ayudaros, tenedlo por seguro, aunque todavía no sé cómo. Sí, soy fenicio, pero mi fidelidad es para el rey de Tarschich, ¿Cómo cumplir con vuestra petición, respetando esa lealtad y sin menoscabar la dignidad de Argantonio? No lo sé. Tendré que consultar a las estrellas.
-Hallaréis la respuesta. Yo, Laelia, reina de Tarschich, princesa de las Islas de los Bienaventurados del Paraíso no podría.
La reina no supo cómo Hiramish había resuelto el problema, pero a la vuelta de una luna, cuando regresó de la ciudadela y se presentó ante ella, le aseguró que había cumplido su compromiso y podía estar tranquila por su deuda con los dioses de Gadir, había sido pagada con el agradecimiento.
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