lunes, 20 de enero de 2025

Argantonio. El hombre de la sonrisa de plata. 12

 

                                    II



El puerto de la fortaleza bullía de gente y actividad. Acababa de atracar un barco procedente de Egipto, cargado de esclavos, marfil y hermosas pieles de animales salvajes con dibujos extraordinarios. Algunos hombres se afanaban descargando, los mercaderes hacían los primeros tratos para la venta de los encadenados, y los marineros comenzaban a salir camino de las tabernas buscando vino y mujeres tras una travesía de catorce días. 

 

Dique seco excavado en la roca, lugar de construcción de las naves fenicias, antiguo puerto de Gadir, s. III a. C., Cueva del Pájaro Azul, Cádiz.

https://www.andalucia.org/es/cadiz-visitas-puerto-de-gadir-la-cueva-del-pajaro-azul



 

Varios fueron a parar a un estrecho callejón sin salida, donde sin embargo, el olor del pescado asado sobre brasas era especialmente atrayente, y se podía escuchar el inicio de una canción cuyo ritmo era cada vez más frenético y provocador. Entraron en la taberna de Las Flores, un viejo lugar famoso por sus bailarinas y el vino de las tierras bajas. Uno de ellos ordenó imperioso al tabernero:

-Vino en cantidad, pescado del mejor y música de la más dulce para mí y mis compañeros.

-Al momento, marinero. -Y se fue a buscar lo mandado.

Desde un rincón cercano salió un viejo venerable de cabello blanco, vestido al estilo fenicio, con una buena túnica oscura y tocado con un bonete, se les acercó mientras alzaba hacia ellos su vaso de cerámica parda y dibujos rojos, y con un cántaro de barro rojo bruñido en la otra les ofreció:

 

 

Jarra de boca trilobulada, cerámica bruñida, s. VII a. C., foto: Arantxa Boyero Lirón, Museo Arqueológico Nacional, Madrid.

 

-Tomad, mientras llega el tabernero, este cántaro es demasiado para mí solo, veréis que buen vino, compatriotas, ¿De dónde venís, amigos?

-De Egipto, anciano, ¿Sois de Tiro?

-Exactamente. ¿Cómo está nuestra amada ciudad?

La conversación se perdió animadamente en los recuerdos de la lejana ciudadela, hasta que el viejo comenzó a explicarles:

-Habéis llegado en el día elegido por los dioses a la fortaleza más hermosa de Occidente. ¿Iréis mañana con vuestro capitán a ofrecer votos al templo de Melkart? -El más maduro, un timonel curtido por todos los vientos, le respondió.

-Solamente yo le acompañaré, no es costumbre que lo hagan los marineros. ¿Por qué decís que es el día elegido por los dioses?

-Mañana por la noche habrá plenilunio, no podéis imaginar la belleza de la isla y de la mar calma que la separa de tierra firme, cuando esto sucede. Toda ella brilla como si fuera de plata y pueden verse los sillares de las murallas y los muros del templo de Astarté recortados sobre el mar...

Los marineros le escuchaban extrañados por aquella descripción, típica de una noche de luna llena en un puerto de una isla que muy bien podría haber sido Tiro. Como quisiera intrigarles, se detuvo en su explicación para continuar:

-En ese estado que os parece tan normal, sucederá lo que está escrito en las estrellas.

-¿Qué está escrito? -Interrogó el más joven.

 

 

Lluvia de estrellas desde el observatorio del Teide, diciembre 2020, foto: Daniel López. https://www.ciencia.gob.es/Noticias/2024/Julio/que-es-la-lluvia-de-estrellas-meteoritos.html

 

-Habrá una lluvia de estrellas, y todo el que lo vea creerá que se debe a un sortilegio maligno. No es verdad, se debe a movimientos en el cielo, a veces eso sí, acontecen extraños hechos, pero no mañana, será todo tranquilo y beneficioso para la ciudad, porque las estrellas están bien dispuestas hacia ella y goza de la bendición de Melkart y Astarté.

-¿Cómo puedes saberlo?

-Me lo ha contado una mujer fenicia que sólo habla verdad, lo oyó en una casa de la fortaleza, sirve en un hogar muy principal, que no puedo desvelar.

-¿Será bueno para nuestro viaje de vuelta, una vez que carguemos?

-Sin duda, me dijo que el mar y las estrellas estaban de acuerdo y durante unos días solo reinará bonanza.

-Que los dioses te oigan, anciano. Se lo contaré a nuestro patrón, creo que debe saberlo. Y ahora, paisano, déjanos divertirnos viendo a esas bailarinas, tú eres viejo y ya no las necesitas, pero nosotros acabamos de llegar a puerto.

-Y ellos os acompañen, amigos tirios. -Dijo el anciano despidiéndose del grupo.

 

 

Fenicio barbado, piedra caliza, Chipre, s. VI a. C., Museo Metropolitano de Arte, Nueva York, EEUU.

https://www.metmuseum.org/art/collection/search/242408


 

Por todas partes alguien estaba explicando los vaticinios que traía el nuevo plenilunio, con una lluvia de estrellas, algo digno de verse y que favorecería plenamente a la ciudad; más allá, en otra taberna, era un joven marinero massaliota; no lejos de allí, una mujer gadira discreta y respetada por sus vecinos; hasta en el barrio de los potentados, en los pisos altos de la casa de un noble mercader, pudo este escuchar de los labios de un reputado sacerdote de Melkart, que se fue de la lengua, las bondades de la lluvia de estrellas en el próximo plenilunio.

A la mañana siguiente, la información del suceso estaba en todas las conversaciones, en todos los barrios, y se esparcía por la ciudadela, franqueando sus murallas y llegando hasta la orilla opuesta, donde anclaban las barcazas que hacían el recorrido de ida y vuelta desde tierra firme, se expandía por las salinas, las carpinterías de ribera, el molino aceitero las fábricas salazoneras y llegaba hasta el reino de Tarschich como una marea imparable. Todos esperaban la lluvia de estrellas como familiar y beneficiosa, enviada por los dioses.

Los sacerdotes del templo estaban asombrados. Ya se habían inquietado el día anterior con la llegada del mensajero de Argantonio, que dijo de viva voz:

-"El rey de Tarschich, mi señor Argantonio, no asistirá con su ofrecimiento en este plenilunio; la existencia de una lluvia de estrellas durante el plenilunio, a la misma hora del sacrificio, provocará que la ceremonia no brille esplendorosamente y no sea perfecta para Melkart. El próximo plenilunio traerá dos toros para mayor agrado del dios". Son las palabras del rey. –Añadió, saludando a los sacerdotes que se habían quedado como fundidos en bronce, a semejanza de las dos columnas que guardababan la entrada al templo.

No esperaban algo así del rey vecino y no supieron reaccionar, pero el gran sacerdote concluyó, cuando los rumores llegaron hasta las mismas gradas del altar:

-Argantonio es muy listo, pero tiene un consejero que lo hace más peligroso aún, el maestro tirio, poseedor de los mayores poderes que podamos imaginar, ¿Quién podía conocer la existencia de la lluvia de estrellas? y ¿Quién si no, en tan poco tiempo, ha extendido la noticia? Se han desbaratado nuestros planes para esta noche, pero nada ni nadie impedirá, que los marinos de Gadir regresen del Norte del mar tenebroso, para traer el estaño y el ámbar.

 

 

Mercante fenicio, frontal de un sarcófago de reyes y nobles fenicios del sur de Sidón, s. II d. C., Museo Nacional de Beirut, Líbano.

https://blogcatedranaval.com/2020/04/07/las-naves-fenicias/


 

Como una expedición secreta, fletada por los comerciantes y armadores gadiros había salido hacía tiempo en búsqueda de las Casitérides, los sacerdotes consultaron el oráculo en aquel momento de incertidumbre. El sumo sacerdote exclamó:

-El oráculo ha hablado. Avisad al consejo de los mercaderes y navieros.

Efectivamente, pocos días después regresaban los navegantes procedentes de las islas del estaño. Volvían cargados de tal cantidad de metal que no sintieron la falta del ámbar, pues no habían podido arribar al muy alto norte. La abundancia de estaño obtenida hizo bajar aún más los precios del carísimo material, ante la estupefacción de Tarschich. Las espadas seguían en alto y la crisis amenazaba con hundir el comercio de Argantonio.

En aquellos tiempos difíciles, en los que el futuro del reino estaba comprometido por el dominio fenicio, la reina decidió lo que llevaba pensando largo tiempo. Primero buscó al maestro para pedir su consejo, y como este estuviese en Gadir, tomó la iniciativa sin esperar a escucharle.

Ella seguía sintiéndose una extranjera, hablaba bien el idioma pero se notaba su acento suave y diferente. No había conseguido el amor del rey, no le daba hijos y se encontraba perdida en aquel palacio tan grande, en el que las mujeres estaban apartadas de todo. Las murallas del jardín se le antojaban de una prisión y añoraba la naturaleza salvaje que rodeaba la casa de las Islas donde se había criado. Aquellos adornos naturales, la vida al aire libre y los placeres del día a día con su familia. Allí, el cariño entre todos era visible, y ella siempre había sido amada y feliz.

-¿Qué será de mis padres y hermanos? Continuarán peregrinando cada primavera y cada otoño hasta la madre montaña-dios monte...

Los recuerdos compartidos con su hermana le servían para pasar los largos y tediosos días de palacio. Pero entre sus pensamientos, se había impuesto el deseo de hijos, sobre todo al observar como la favorita ya criaba al tercero desde que ella se había unido al rey. Om-Gueba parecía la reina, daba órdenes y se atribuía todos los caprichos con el consentimiento de Argantonio. Siempre estaba alegre y se la veía reír cuando hablaba con su hermana en su idioma, rodeadas por sus niños en el jardín oculto. 

 

 

Bocca Baciata, óleo sobre lienzo, 1859, Dante Gabriel Rossetti, Museum of Fine Arts de Boston, EEUU.

Scanned from Treuherz, J., Prettejohn, E., Becker, E. Dante Gabriel Rossetti. London: Thames & Hudson (2003)., Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=11607740


 

Laelia había escuchado a las mujeres que los dioses de Gadir eran generosos con aquellos que les hacían ofrendas, y se había determinado a visitarlos para pedir la bendición de concebir hijos. Dos razones la inclinaban hacia los templos de Melkart y Astarté: su fama de benevolencia hacia sus seguidores y que estuvieran fuera del control de Tarschich. Si los visitaba, su secreto permanecería mejor que si lo hacía al templo de la diosa luna, presumía la joven reina.

Una madrugada, acompañada de su hermana, una esclava, y los dos criados que habían venido con ella desde su isla, salieron de palacio entre las criadas que lo hacían a lavar u a otros menesteres del día. Vestidas de forma humilde y tapadas con velos oscuros y discretos, se dirigieron en un barco preparado por los servidores desde el embarcadero de la ciudad, hasta llegar al templo de Melkart. Los criados vigilaban cualquier acechanza y portaban dos sacos y dos jaulas con las ofrendas.

Una escalinata de arenisca dorada conducía a la entrada, a cuyos lados había dos impresionantes columnas de bronce exentas; en ellas, los fundadores habían escrito una relación de la construcción del santuario. Por las puertas, que también eran de bronce, se accedía a un vestíbulo y a continuación a la gran sala, al fondo de la cual y al lado del recinto interior más sagrado, podía verse un altar siempre cubierto de sangre de las ofrendas de las victimas inmoladas en honor de Melkart. Había otros altares más pequeños y en todos ellos, un fuego sacro donde ardía incienso quemado diariamente por los sacerdotes.

Las mujeres tenían prohibida la entrada, así que en cuanto la reina pisó el hermoso suelo de piedra pulida, un sacerdote se acercó a ella escandalizado:

-¿Qué haces aquí? ¿Estás loca? ¿Acaso ignoras que no puedes entrar, mujer?

-¿Qué decís? ¡Vengo con mi esposo en las ceremonias de plenilunio! ¿Cómo no voy a poder hacerlo ahora? -Le respondió extrañada Laelia, en su fenicio inseguro.

-Vos... ¿Sois la reina de Tarschich? Señora... -El sacerdote hizo una reverencia y continuó. -Esperad aquí un momento, el gran sacerdote debe conocer esta visita y recibiros como os merecéis.

A continuación regresaba con el viejo sacerdote que venía un poco alterado, el rostro ligeramente enrojecido y la mirada entre asombrada y saboreando el provecho del suceso. Vestía una túnica blanca suelta sin cinturón, con una cenefa, iba descalzo y en la cabeza lucía una banda tejida con hilo de Pelusio. La saludó ceremoniosamente y ella se postró ante él.

 

 

Sacerdote y escriba egipcio Ka-aper, estatua de madera, alrededor de 2500 a. C., Museo Egipcio de El Cairo, Egipto.

De Djehouty - Trabajo propio, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=51144750


 

-Gran sacerdote, he oído extraordinarias alabanzas de la generosidad de Melkart, para los que le hacen sacrificios y ofrendas en petición de favores. Mi visita debe ser secreta, nadie sabe que estoy aquí excepto vos, y os pido discreción.

Señor, todavía no he dado hijos a mi esposo a pesar de llevar casada con él varias primaveras, mientras a mi alrededor las concubinas van pariendo nuevos bastardos. Mi obligación es dar a Argantonio los herederos que merece su reino. Deseo tener hijos, Melkart será propicio cuando reciba mi ofrecimiento: he traído objetos de mi pertenencia, mis mejores perfumes para que sean quemados ante él, parte de mi dote de finas pieles de cordero y esos palomos de mi propiedad.

La reina salió hasta la entrada e hizo que un criado trajera el saco y una jaula.

El sacerdote juntó las manos sobre el pecho y con gesto amable afirmó:

-No tengáis cuidado señora, haremos lo que decís y vuestras ofrendas serán presentadas por mí mismo al dios, para que os sea dada su bendición. Si Melkart quiere, vuestros deseos se verán cumplidos. -Una inquietante sonrisa bailaba en sus labios, Laelia sólo vio en ella, la bondad de un hombre santo que la había escuchado con atención.

Tras esta visita, la reina fue al templo de la diosa Astarté en la Isla Roja. Nunca había estado en aquel santuario, porque Argantonio no tenía que hacer ofrecimientos en él y sólo lo visitaba de tarde en tarde. Pero la diosa era especialmente benevolente con el amor y la fertilidad, para Laelia era el lugar indicado. Una sacerdotisa salió a su encuentro y la reina con su parco conocimiento del idioma fenicio le explicó quién era y el motivo de su ofrenda; la joven dedicada al culto, la hizo entrar al interior, bajaron juntas a una zona debajo del templo, la cripta, que parecía una antigua cueva, allí manaba una fuente de agua dulce, don de la madre tierra.

 

 

Una druida, óleo sobre lienzo, Alexander Cabanel, s. XIX, Museo de Bellas de Artes de Beziers, Francia.

https://es.m.wikipedia.org/wiki/Archivo:Alexandre_Cabanel_004.jpg



 

-Esta agua os dará la fertilidad, frotad vuestro vientre con ella por tres veces, después secaos con este lienzo. Y le ofreció un paño para ello.

Laelia hizo según le decía y después procedió a ofrecer los perfumes, las pieles de cordero y los palomos de igual manera que había hecho en la otra isla.

Partieron del puerto en el barco que les esperaba para regresar a palacio. Entraron por la puerta por la que habían salido, la guardia que la vigilaba no había visto personalmente nunca de cerca a la reina y vestida humildemente no repararon en ella. Después, por el jardín hasta el ala de las mujeres era muy fácil pasar desapercibida, para acabar sin las capas y los velos sentadas tranquilamente ambas hermanas en un banco, como si allí estuvieran largo rato; la criada, mientras tanto, se llevaba aquellas vestiduras dobladas para lavarlas.

Días más tarde Hiramish regresó de Gadir, y Laelia le mandó llamar, quería conocer su opinión. La reina le esperaba en el jardín, más allá de la zona reservada a las mujeres. A medida que se acercaba, el maestro pudo escuchar una triste melodía de un arpa de mano, se detuvo tras unos arbustos, quería captar el sentido de la pieza. Sin ser observado, veía a la reina cantando en su lengua, aquella canción desgarrada que parecía provenir de un corazón herido, estaba en uno de los bancos de piedra y a sus pies, sentada sobre el suelo, la danzarina Terea la acompañaba con el instrumento. El sabio pensó:

 

 

Buganvillas en la Plaza Candelaria de Cádiz

 

-Extraña situación, ¡Cómo el destino ha podido acercar a estas dos mujeres tan dispares! Unidas por la soledad y la desdicha, juntas hacen una estremecedora música y una dolorida letra, que el abandono de Argantonio ha alimentado.

Se acercó a la pareja y saludó a la reina, Terea hizo una reverencia y salió corriendo de puntillas sobre sus pies como si fuera una exhalación. Era en aquellas reacciones cuando se apreciaba su grácil y alada corporeidad de danzarina.

-Señora... vos diréis.

-Maestro, vos fuisteis a buscarme a mis amadas islas, me habéis enseñado todo el idioma tarscheno que sé, sois el único que no me considera una extranjera en palacio, tal vez porque también sois de lejano origen como yo. Mi soledad, aparte de mi hermana y los pocos criados que traje de mi tierra, es tan grande como este lugar, nada me es familiar; mi esposo no ha llegado a amarme como a su esposa, y yo no le he dado ni un solo hijo, mientras la favorita ya le ha traído tres. Los hijos me ayudarían a vivir y me acercarían a mi rey y señor. Pero parece que los dioses deseaban que yo les hiciera alguna ofrenda, por eso he ido a Gadir a los templos de Melkart y de Astarté y he dejado allí los mejores perfumes, mi dote en pieles y unos palomos. Ahora, sólo me queda esperar el don de los dioses. ¿No hay nada más que hacer, verdad? -Preguntó la reina con su armoniosa voz. Su idioma de nacimiento le había dejado un acento musical y cantarino, que hacía aún más atractiva la lengua tarschena.

Hiramish la había escuchado con detenimiento y preocupación.

-Señora, creo que debéis saber que las relaciones de vuestro esposo con Gadir y, en especial, con los sacerdotes de Melkart y los mercaderes de aquella ciudad, atraviesan una crisis de solución imprevisible. Tal vez vuestro viaje ha sido precipitado.

-¿Qué queréis decir?

-Vuestra visita al templo puede ser utilizada por los sacerdotes contra Argantonio. Tener o no tener herederos es una cuestión muy grave y si depende de Melkart, podéis imaginaros...

-No sabía nada. Y era tan grande mi desesperación que necesitaba tomar algún camino, porque se trata de mi destino, maestro. Traté de consultaros, pero estabais en Gadir. Yo…, deseo tener hijos, si no, moriré de melancolía y dolor.

-Y los tendréis, señora. No habléis de este viaje al rey, no le gustaría saberlo. Yo trataré de ayudaros.

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