lunes, 13 de enero de 2025

Argantonio. El hombre de la sonrisa de plata. 17

 

 

 

 

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Estaba entrado el invierno, los siervos golpeaban con varas largas las ramas de los olivos, recogían las aceitunas, para llevarlas al molino y convertirlas en el aceite más espeso y aromático de todo el reino. Tenía fama por su olor y su gusto. Eran multitud de mujeres y algunos hombres, los que estaban entregados a la labor, para acabar la recogida antes de que empezaran las nieves, que en aquellas altitudes podían llegar en cualquier momento.

Ella era todavía joven, llevaba una basta túnica de color oscuro hasta las rodillas y una especie de toquilla de lana le cubría la cabeza, a su lado su esposo y la madre de este hacían las mismas tareas. Todos tenían las manos encallecidas, rojas y agrietadas del frío y el trabajo con los varales; cuando llenaban de olivas las espuertas, el hombre las cargaba sobre los burros que otros criados conducirían al molino cercano.

 

 

Vareo de un olivar,

https://masiaelaltet.es/blog/vareo-del-olivo/


 

-Mira, Astaria, es el señor con toda su gente; ¡Mira, mira!, el que va delante es el rey Argantonio, rodeado de su guardia. Vienen de cazar. -Llamó a la joven desde el camino donde estaban los burros. A lo lejos, recortados sobre el horizonte todavía claro, se veía un grupo de hombres a caballo avanzar desde el cerro cercano. Pasarían casi al lado de ellos. Las mujeres vinieron a verlos, todos se arrodillaron y trataron de ver al que era reconocido por todos, como el rey de Tarschich.

Majestuoso, sobre su cabalgadura, con su túnica blanca orlada de oro y su amplia capa de lana de doble púrpura cruzada sobre el pecho, marchaba muy erguido saludando a los siervos que se acercaban al borde de la vereda y le aclamaban. Todos sentían admiración por él, era como un dios lejano, pero de carne y hueso que, de tarde en tarde, era posible contemplar a unos metros.

-Fíjate, parece que los años no pasen por su cuerpo, él ya era rey cuando tú naciste. -Le explicó la madre a su hijo. -Y ya le ves, derecho y firme, con el cabello oscuro, sigue siendo el monarca de Tarschich. Debe de ser el mejor hombre de la tierra, premiado por los dioses con un destino feliz.

-Podría ser un poco mayor que yo... -Dudó el joven incorporándose, mientras observaba con deleite los jabalíes y corzos, fruto de la cacería; varios criados los llevaban atados por las patas en un palo a hombros y balanceando sus cabezas muertas.

-Pues es mucho mayor que tú. -Le aseguró su madre. -Pero él es el rey, ungido por los dioses y florece como un lirio, tú solamente eres un siervo, hijo mío, y no has pasado de junco batido por el viento. -Y volvieron a su labor bajo la mirada del capataz, que ya venía a comprobar la dilación al lado del camino.

 

 

El libro de la caza, Gaston Phoebus, 1331-1391, Gace de la Buigne, BnF, Francia, http://archivesetmanuscrits.bnf.fr/ark:/12148/cc50869f

 

Parte de la noche transcurrió en el festín que el señor de las tierras altas había preparado para agasajar al rey, de caza en sus bosques. Se sentía orgulloso, estaba bien informado de que su hija Egoena, era la favorita de Argantonio desde que hacía unos años se la había entregado, en otra noche tras una cacería. Tal vez abrigaba la oculta esperanza de que el hijo, que aquella esperaba, podría llegar algún día a ser rey de Tarschich.

-¿Quién impedirá que un bastardo suceda al monarca, cuando su heredero ya ha muerto y el hijo menor no está siendo preparado para tal menester? -Se preguntaba. -Tal vez mi hija cumpla en su descendencia, el deseo de mi padre.

Argantonio se había acostumbrado a la joven de trenzas claras; era diferente de todas sus anteriores mujeres, por eso tal vez se sentía tan bien junto a ella. Con Om-Gueba había desaparecido la pasión, el amor de la carne; la reina, era la reina y nada más; Terea, su primera concubina, la bailarina gadira, cuya música siempre le había hecho soñar, ahora era una anciana que seguía tocando el arpa algunas noches tras las cortinas, pues al rey le entristecía ver sus cabellos blancos. Las otras le habían dado fugaces noches de amor, algunos bastardos y el bullicio de las habitaciones femeninas.

Desde que había hecho el trato con Hiramish, su hijo pequeño se preparaba con ahínco para ser jefe de la guardia, como era su destino, con él como rey. Los consejeros, los señores y los cargos palaciegos le observaban curiosos, sin adivinar su extraordinario secreto. Una segunda generación había continuado la labor del viejo mayordomo, del jefe del tesoro y del escriba de su padre, eran hombres de su edad, pero parecían mucho mayores que él, que se mantenía en aquella madurez perfecta, del que ha sobrepasado los cuarenta años y envejece con una extraña lentitud. Amaba más que nunca los asuntos del reino, las visitas a sus dominios, las riquezas que había acumulado, la grandeza del palacio y los lujos exóticos de que gozaba, las cacerías, los paseos con la favorita y el ser padre de nuevo en el niño que ella le había dado.

 

 

Viviendas fenicias en Gadir, reconstrucción de J. M. Gener Basallote, arqueólogo municipal del Departamento de Urbanismo del Ayuntamiento de Cádiz.

https://www.researchgate.net/figure/Figura-7-Reconstruccion-de-la-planta-de-la-figura-6-Segun-JM-Gener-Basallote_fig4_331676682


 

El maestro se había retirado a su casa de Gadir con su criado y la esclava. Allí vivía recogido, estudiando sus papiros y tablillas, paseando por la fortaleza y mirando los barcos que llegaban al puerto, sin más deseos ni más placeres que la contemplación del océano y su amor por la sabiduría. Había alcanzado un estado en el que sólo apreciaba la austeridad más absoluta, y se sentía tranquilo y anclado, como una nave que ya ha rendido su último viaje. Una mañana llamó a Melkartés y le dijo:

-Mi cabello encanece, mi espalda está encorvada y mis ojos no tienen la agudeza de antaño, al cabo de algunas lunas más, me será muy difícil escribir. Voy a enseñarte el alfabeto de nuestra lengua. Tú serás mis ojos y mis manos, y podrás tomar nota de todo cuanto yo te diga.

El criado asintió asombrado. Aprendió el alfabeto de sus antepasados y empezó a escribir lo que le mandaba su amo, el muy venerable sabio Hiramish. Melkartés tomó gusto al escribir, privilegio de sacerdotes, señores, magos y comerciantes, y cumplía su obligación con alegría.

A menudo, se podía ver al anciano sabio observando las estrellas desde su terraza, como hacía años con otro fin, y al criado a su lado, escribiendo fielmente lo que le dictaba su señor. Ya no salía de la isla para montar a caballo por las campiñas de la otra orilla, se contentaba con circundar su perímetro andando despacio y regresar cansado, para comer unas caballas asadas, unas lechugas cocidas y algo de pan que la esclava había amasado al amanecer.

Cada día estaba más débil y frágil, Melkartés que lo amaba como a sí mismo, le veía decaer y se sentía triste como si fuera él, quien se estuviera muriendo. Aquella mañana no se levantó y pidió al criado:

-Manda avisar a Argantonio, no tengo salud ni tiempo para visitarle yo en su palacio; envía a alguien, tú quédate, tienes que escribir lo que te dictaré. Sé que el rey llegará tarde. Toma diligentemente nota de mis palabras: He tenido un sueño que ahora puedo leer claramente, con él puedo vaticinar que...

Melkartés estaba petrificado por lo que su señor le hacía escribir. Una vez acabado, le pidió agua y una pócima, que tenía en la estancia donde solía trabajar.

 

 

Jarro fenicio de cerámica, s. VIII a. C., Museo de Cádiz, https://www.museosdeandalucia.es/web/museodecadiz/obras-singulares/-/asset_publisher/GRnu6ntjtLfp/content/jarro-fenicio-de-boca-de-seta

 

-Quédate conmigo, mi buen Melkartés. -Solicitó, mientras tomaba las manos del criado y las apretaba con firmeza, y mirando al fondo de sus ojos continuó. -Este paso es difícil hasta para un maestro. No creas que me siento superior al resto de los hombres al ir a cruzar al otro lado, porque en este punto todos somos iguales, y como tal, seremos tratados: reyes, señores, esclavos, criadas y prostitutas.

Comenzó a respirar con angustia, sufría. Al rato, aflojó las manos de su criado, había agonizado.

Melkartés lloró sobre su cadáver, no era sólo su amo, era todo cuanto tenía, había nacido en su casa y con él se había criado. Estaba dispuesto a morir y a lo mejor eso sucedía antes de lo que podía haber imaginado. Un grave secreto le pertenecía, su señor le había hecho partícipe de ello, él sabría el por qué. Procedió a lavar, perfumar y embellecer el cuerpo del maestro con amuletos y la mejor túnica que poseía, y en ello estaba cuando, ante su asombro, el rey en persona se presentó en la casa. Le recibieron con temor y respeto, una vez muerto su amo eran demasiado pequeños para estar frente al monarca. Él y la esclava se inclinaron hasta el suelo ante su presencia, y no osaron abrir la boca ni levantar la cabeza. Pero Argantonio le conocía de haber servido a Hiramish dentro de palacio, y se dirigió a él.

-¿Tú eres Melkartés? -El criado quedó sobrecogido al oírle decir su nombre.

-Sí, mi señor. -Respondió con un hilo de voz.

-Acércate, cuéntame lo que ha sucedido. Podéis retiraros. -Les dijo a la esclava y a la guardia que venía acompañándole.

Entonces dirigió su mirada cerca del lecho, allí, sobre una estera había unas tablillas desordenadas, mientras Melkartés le narraba lo que había acontecido. Pero Argantonio no le escuchaba, estaba leyendo con el rostro demudado.

 

 

El anciano de los días, frontispicio de Europa una profecía, grabado con impresión en color y coloreado a mano, 1794, William Blake. British Museum, Londres. https://www.britishmuseum.org/collection/object/P_1859-0625-72

 

-¿Quién ha escrito esto? -Preguntó imperativo.

-Yo, señor. -Contestó asustado, era consciente de la gravedad de lo que decía.

-Fue Hiramish, quien te enseñó el alfabeto fenicio hace tiempo, ¿No es así?

-Sí, señor. -El criado pensaba que le quedaba poco tiempo de vida y procuró serenarse, y entonces habló: -Mi señor lo ha querido así al confiarme tal secreto, que yo no pondré jamás en mi boca, pues quedará sellado en mi corazón para la eternidad. Él querría que muriera como él, con miedo, sí, pero con dignidad. -Por primera vez miró de frente a Argantonio, aquellos ojos profundos y negros entraron hasta el fondo del criado. Había mucha belleza en ellos, pero también un punto tenebroso.

-¿Sabes lo que has escrito? ¿Te das cuenta de lo que significa?

-Sí, señor. Mi amo era mi dueño y lo único que yo tenía en la vida, él era mi razón de ser, muerto él, yo puedo morir también, señor. Él me dio su última voluntad, al mandarme escribir lo que me pidió para vos. Ni de mis manos, ni de mis labios saldrán jamás las palabras que he escrito a su dictado; pero si él lo hizo y sabía que podía significar mi muerte, yo estoy dispuesto a cumplir esa otra voluntad, porque amé a mi señor con todo mi corazón.

-Eres valeroso y digno, a pesar de ser un criado; como buen servidor de un gran hombre, algo te habrá dado él de sí mismo. No temas, nada te pasará, pero a partir de ahora vendréis tú y la esclava a servirme a mí en palacio. Me recordarás, aunque sea lejanamente, al maestro.

Su mirada seguía siendo dura como el hierro, pero había cambiado, una lágrima resbalaba por su mejilla. Tomó las tablillas y salió rápidamente de la casa. Afuera la guardia real rodeaba la vivienda del maestro. Se oyó como se alejaban los caballos a galope, camino del puerto.

 

Huevo de avestruz decorado, s. VI a. C., Museo Nacional de Arqueología Subacuática, Cartagena, Murcia. https://www.cultura.gob.es/mnarqua/colecciones/piezas-seleccionadas/colonizaciones/huevo-avestruz.html

 

Argantonio mandó hacer ofrendas por su viejo preceptor en todos los templos del reino; dedicados a él fueron los sacrificios del plenilunio. Entre los talleres de Gadir, llamó al mejor artesano de la piedra para que esculpiese un toro y un león, que guardaran el lugar donde se enterró su cuerpo. Se ocupó de que sus objetos más queridos, entre los que se encontraban las esferas de berilo, obsidiana y lapislázuli y algunos preciosos amuletos, junto con otros valiosos que él añadió, como huevos de avestruz decorados, una nave finamente tallada en olorosa madera de cedro y hermosas vasijas fenicias de engobe rojo, se colocaran a su lado. En la Isla de los Olivos Silvestres, cerca de la vista del mar, recortándose en el horizonte la ciudadela, encontró el descanso el alma de Hiramish.

-Si sales a pasear, el lugar será de tu agrado. -Afirmó Argantonio, como si hablara con el maestro, cuando fue a comprobar cómo había quedado el monumento. -En verdad que es acogedora esta tierra.

Al pie de los hermosos animales tallados en arenisca, se escribió en alfabeto fenicio y tarscheno para que todos pudieran leerlo y quedara como ejemplo de futuras generaciones:

"Hiramish, de Tiro, sabio de sabios y maestro de maestros, descansa para la eternidad en el amado recuerdo del rey Argantonio y de su pueblo Tarschich." 

 

 

Toro fenicio, bronce, s. V a. C., Museo de Cádiz.

 

El rey conocía el amor especial que su preceptor había tenido por la ciudad de Gadir y el mar que la rodeaba, que le recordaba a su Tiro natal. El emplazamiento de su tumba, donde los gadiros enterraban a sus gentes y se encontraban los templos de Baal-Ammón y Melkart, era según las creencias fenicias, un hermoso lugar que aseguraba el descanso de la rouah, el alma espiritual que abandonaba el cuerpo a la hora de la muerte, y la felicidad de la nefesh, el alma vegetativa que necesitaba pasearse por un espacio tan querido y armonioso como era aquel.




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