lunes, 13 de enero de 2025

Argantonio. El hombre de la sonrisa de plata. 18

 

 

                                 III

 

 

Del extremo del mar, en la Jonia, llegaron otros marinos a comerciar con Tarschich. Ahora venían de Focea, una poderosa ciudad portuaria en la costa, cerca de la isla de Samos. Esta había dejado de enviar tan lejos a sus marinos; tenía que cuidar los intereses de su propia esfera comercial, amenazados por el cambio de alianzas de Corinto, cuya identidad política con la ciudad de Mileto, aproximaba a los que antes eran rivales y provocaba una creciente competencia de los productos corintios en el área de influencia samia.

Los nuevos comerciantes focenses hicieron buenos negocios con Argantonio y su reino, se crearon lazos de amistad y la relación se convirtió en periódica, cada cierto tiempo llegaban las naves de cincuenta remos, las pentecónteras, hasta Onuba o el puerto del gran río. Eran barcos muy rápidos con espolón de proa, que por su forma semejaban más ir a la guerra que a comerciar. La influencia helenizante de los samios se hizo perdurable y más firme con los focenses. No sólo en los objetos de comercio, sino en el uso de palabras, nombres y noticias, que venían desde tan lejos, se apreció el contacto entre jonios y tarschenos. Los helenos ya tenían sus propias colonias a través de todo el mar que recorrían, sobre todo la gran Massalia, donde los focenses hacían escala, cuando viajaban por la ruta de la costa norte, en lugar de por las islas. Argantonio conocía la existencia de numerosas ciudades como Salauris, Emporion, Alonis y la más cercana Mainaké en el extremo oriental de su propio reino.

Algunos llegaban de visita, y si el rey lo tenía previsto, los recibía en la gran sala de columnas. Interesado en todas las noticias e información que pudieran referirle, les interrogaba sobre su ciudad de origen, sobre las relaciones comerciales de la zona, los equilibrios diplomáticos y hasta los problemas que habían arruinado los viajes de los ciudadanos samios. Cuando los focenses le contaron la continua amenaza y el empuje que representaban los medo-persas en Jonia, les dijo después de pensarlo:

 

Fresco de Akrotiri, detalle de la llegada de una nave con embajadores, s. XVII a. C.,  Tera, (isla de Santorini), Museo Arqueológico de Heraklión, isla de Creta, Grecia. 

De scan from: Dirk Herdemerten: Die Wandmalereien von Thera(santorini). 2007, GRIN Verlag, ISBN 363865821X


 

-Mi reino es pacífico, tiene riqueza y voluntad de comerciar, venid a vivir aquí, elegid un lugar que sea de vuestro agrado y fundad una ciudad, en ella podréis mantener vuestro idioma, el culto religioso de vuestros antepasados y ejercer las artes, industrias y negocios que deseéis, nadie os molestará, y yo os protegeré como amigo leal.

Los mercaderes que estaban en su presencia, se emocionaron.

-Señor, sois magnánimo en verdad, vuestro ofrecimiento llena de la mayor alegría nuestros corazones, pero en Focea están nuestras familias, nuestra tierra, nuestro pasado y nuestro futuro. Tan sólo si el gobierno de la ciudad considerara tal oferta, podríamos venir ante un peligro inminente de invasión persa. Gracias, Argantonio, rey de Tarschich.

-Entonces, tomad plata en la cantidad que necesitéis para fortalecer el perímetro de vuestras murallas, antes de que esos invasores intenten atacaros, y si el consejo de vuestra ciudad lo decidiera, sabéis que os recibiremos con los brazos abiertos.

El rey mandó al jefe del tesoro que les diera la plata necesaria, en lingotes de forma de piel de toro, y los focenses quedaron maravillados. Al despedirse añadieron:

-Habíamos oído hablar del reino perdido en Occidente entre brumas de plata, donde nace un río de raíces de plata, y en el que gobierna un monarca longevo, al que llaman el hombre de la sonrisa de plata. Ahora podremos contar que hemos estado con él, que Argantonio, el hombre de la sonrisa de plata, existe, no es una leyenda.

El rey sonrió.

Por un tiempo, el comercio con los focenses continuó, porque los marinos llegaban desde su lejana ciudad con escala en Massalia y Emporion. Las obras de las murallas avanzaban rápidamente, le contaban, y él movía la cabeza con aprobación, pero su oferta de establecimiento en Tarschich estaba en pie, les repetía.

 

 

Escena de caza de jabalí, Tacuinum Sanitatis, manuscrito de Ibn Butlan, ca. 1400, BnF, Francia.

http://archivesetmanuscrits.bnf.fr/ark:/12148/cc773750

 

 

 En otoño, cuando marchaba de cacería como todos los años para abatir algunos jabalíes, corzos y ciervos, su hermano Baelco, el jefe de la guardia, tuvo un accidente y se cayó del caballo. Sólo sobrevivió unas horas al terrible golpe. Argantonio lloró al que había sido el perfecto jefe de guardia del mejor rey, y nombró a su propio hijo pequeño, ya un hombre joven, y que estaba preparado para el oficio desde hacía tiempo.

No mucho después, con los primeros fríos, una mañana encontraron a la reina muerta en su lecho. Argantonio pensó que era la hora de la muerte, hizo honras fúnebres para su esposa, asistió a los ritos de costumbre, dio órdenes de que le hicieran una construcción digna de la reina de Tarschich, mas su corazón no sintió dolor. Entonces, el mayordomo de palacio abordó el tema:

-Señor, todos los grandes reyes mandan hacer un monumento funerario, acorde con su reinado y con el tiempo suficiente de verlo en vida. Vos no lo habéis ordenado aún. ¿No querríais construir algo apropiado a vuestra magnificencia?

-No lo necesitaré, mi buen mayordomo. -Respondió el rey, ante el enorme asombro de su funcionario.

Pero como las desgracias se siguen unas a otras, cuando el rey se encontraba de viaje visitando las minas del norte de Onuba, vinieron mensajeros y le comunicaron que unas fiebres malignas se habían adueñado del palacio y que ya eran muchos los que las sufrían, entre otros: Egoena, la favorita, varios de sus bastardos, algunas concubinas, su hijo, jefe de la guardia, numerosos criados, esclavas y guardias.

-Los sabios dicen que no debéis volver, pues podríais contagiaros vos, señor.

-Regresaré inmediatamente. -Respondió él, pese al horror de los enviados, que no entendieron su deseo de exponerse al peligro, siendo ya un hombre anciano.

El palacio quedó diezmado con aquellas fiebres. Argantonio vio morir a su segundo hijo, a Egoena, a varias de las concubinas, numerosos bastardos, incontables criados, entre ellos el fenicio Melkartés, esclavas y guardias, el mayordomo y el escriba. Casi otra generación había desaparecido y él se sentía más viejo, entre hombres y mujeres mucho más jóvenes.

El tiempo siguió pasando inexorable para el resto de los mortales, sin dolor ni enfermedad para él, que envejecía, sí, pero lentamente, cana a cana y arruga a arruga a pesar de sus muchos años. La muerte se cebaba a su alrededor, pero jamás le rozaba a él. Niños, adolescentes, maduros o apenas ancianos desaparecían, y él continuaba con una vida que comenzaba a cansarle. La soledad y el vacío fueron sustituyendo su entorno de palacio: ningún coetáneo para recordar hechos y sucesos del pasado, ningún familiar cercano, más que algún nieto bastardo, para revivir la felicidad lejana.

 

 

Alameda de las Hermanas Carvia Bernal, Cádiz.

 

El rey está triste y languidece. Ya nada le satisface ni le procura interés. La vida, tan dilatada, ha dado demasiado de sí. Desde su cama, mira el jardín, los árboles y las flores que trajeron antiguos embajadores fenicios a sus antepasados, los pavos reales y los monos, el cielo azul del cálido mediodía. El palacio está silencioso a esas horas. Los siervos y criados se han retirado para dejarle descansar tras el almuerzo.

Las lunas han pasado deprisa, cabalgando como los caballos que tanto gustaba montar en su juventud, pero también despacio, dejando tras de sí amarguras y sinsabores. El reino está en orden, tal vez demasiado tranquilo, no hay ambición que alcanzar, y Argantonio ve con temor cómo se han ido cumpliendo los vaticinios de Hiramish. No hay quien detenga la vida, ni siquiera vivir para siempre. Todo transcurre y los demás van pasando, aunque el rey permanezca.

-Tal vez no fuera tan deseable ser eterno. -Se pregunta.

A partir de la madurez gustó de la mesura, porque en ella estaba el equilibrio necesario para llegar al fin, en el momento adecuado. Algo le dijo el maestro, pero no lo entendió. Desde que le perdió, dejó atrás buena parte de su vida, de su razonamiento y de sus alegrías. Después, la soledad fue en aumento. Añora el mar, él le trae recuerdos de hace mucho, de Hiramish, de Om-Gueba y, sobre todo, de sus años de adolescente.

En la nebulosa del tiempo se pierden los hechos de su reino, los personajes y la vida misma.

-¿Por qué estoy tan cansado? ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¡Ah! Ni siquiera un rey puede volver hacia atrás. Si pudiera, desharía el trato con Hiramish, y partiría en el punto en que el destino y los dioses hubieran cruzado en la urdimbre de mi vida.

A pesar de su edad, ¿Cuánta? Realmente no lo sabe, pero se encuentra muy bien, su espalda se mantiene erguida, sus ojos ven de cerca y de lejos como antaño, y no le tiembla el pulso cuando empuña un arco y dirige la flecha sobre un ciervo en los bosques cerca de las montañas. Tan sólo este cansancio infinito que no tiene igual, ese no desear nada, aquel contemplar el paso de la vida y de las primaveras y el devenir de los demás mortales que le rodean. Comprobar que nada se detiene mientras él permanece casi invariable, resulta insoportable. A su lado no queda nadie de los que fueron sus iguales en edad, incluso otros mucho más jóvenes que él, ya se fueron.

-No abriré el cofre del saber que no se puede nombrar. Regresaré a las marismas y allí mis deseos se cumplirán a pesar del destino, o tal vez por él mismo. -En su interior, comienza a madurar la certeza de que cumpliendo los designios, aunque sean fatales, todavía tiene salida.

Con cuidado, sin hacer ruido, el rey sale del palacio por la salida secreta del Este, la que siempre ha utilizado para sus escapadas. Lleva su hermoso caballo Baral, el preferido de su vejez, y se dirige por el camino que habrá recorrido cientos de veces.

 

 

Playa de la Anegada, Cádiz.

 

Arriba en el firmamento, el sol comienza a descender desde el cenit. Por la orilla del Tarschich vadea los tramos que separan las islas de los últimos kilómetros; pasa por las tierras bajas donde pacen los toros reales, los jalea como otras veces y ellos le responden mugiendo enfadados y alejándose de él; y se acerca a las marismas, donde el brillo del sol y la neblina ofrecen imágenes borrosas y movibles. Nada ha cambiado allí, todo sigue salvaje, solitario y sin límites en la desembocadura del río, el gran océano le espera, azul y verde, tranquilo; nada se mueve, hoy no sopla el aire, la magia del lugar está intacta.

Se sienta en el suelo a contemplar la bajada del gran astro, al seno profundo del mar. La marea comienza a subir. Cuando el agua empieza a teñirse de rojo, el rey se acerca a su caballo y le da una palmada en la grupa negra.

-Márchate, vuelve a palacio, Baral, ¡Vamos! -El animal relincha con voz quejumbrosa y cómplice, parece entender lo que el rey quiere, mira a su amo, como sólo saben mirar los caballos, y corre por el camino conocido antes de que las aguas cubran las tierras bajas.

Argantonio se sienta de nuevo en la orilla, y observa sosegado la entrada del sol dentro del océano en el horizonte, más cerca, la visión del pasado y el futuro es una sola. 

 

 

Playa de Cortadura, Cádiz.



Epílogo


Tal vez todo fue un sueño, un deseo largamente abrigado por los hombres de aquellos tiempos.

Cuando Argantonio desapareció, el palacio fue abandonado por sirvientes y guardianes. El más joven bastardo, descendiente de la nieta del señor de las tierras altas, había tomado lo que quedaba del tesoro y se marchó a sus fincas en el Noreste, donde se proclamó rey y heredero de Argantonio, pero sus dominios no iban mucho más allá de los campos cultivados de su familia materna.

Ortigas, zarzas y jaramagos invadieron los caminos de mármol, derrumbaron las murallas, abrieron las paredes y enredaron las columnas. Líquenes y mohos cubrieron de color oscuro el blanco de las piedras, convirtiéndolo todo en una masa verde y negruzca, dominada por un bosque silvestre que la engulló. Los estanques se pudrieron al principio, y luego se secaron, no quedó más de ellos la antigua frescura.

La ciudad se fue hundiendo en la miseria: obradores, fraguas, hornos y talleres fueron cerrados por la falta de trabajo. Todos enmudecieron, y sus gentes se dispersaron en búsqueda de un lugar donde poder vivir y ganarse el sustento, al amparo de otros señores y otros comercios.

Por doquier, surgieron reyezuelos que se decían sucesores del reino de Tarschich y disputaban al nuevo señor de las tierras altas, pero no había un heredero ungido, que asumiera el poder. Cada cual mandaba en el pequeño territorio que abarcaba su fuerza. Las incursiones y el saqueo de los hombres del Norte menudeaban, ahora que no había un verdadero monarca poderoso.

Los focenses fueron invadidos por los aqueménidas y el consejo ciudadano decidió la evacuación de la ciudad, pero ya era tarde para volver a Tarschich, Argantonio había muerto

hacía años, el recuerdo perduraba en ellos y con tristeza fueron a instalarse en Himera, (Sicilia) y Massalia (Marsella). Los fenicios de Karthadasht eran ahora los dueños del comercio en Occidente, viajaban al Norte a comprar el estaño, vendían sus mercancías y se convirtieron en la potencia dominadora del Sur, Gadir, y las Columnas de Melkart.

Las fuerzas de la naturaleza hicieron el resto, la ciudad y el palacio cubiertos de maleza, fueron enterrados por los limos y tierras que trajo el gran río, y los vientos de Levante acabaron por cubrirlos totalmente para la posteridad.

Después sólo quedaría el nombre. Para desgracia de su rey, nombres griegos conservados por los viajeros que no volvieron más. Así, de Tarschich y del monarca restan para la historia sus apelativos helenos: Argantonio y Tartessos. Cuando llegaron los romanos, los eruditos se dedicaron a recoger aquel legendario recuerdo literario, que ya sólo era eso, un recuerdo.

Tal vez los dioses, celosos de la felicidad de aquel reino, enviaron con este olvido, la memoria de lo que también aconteció con la Atlántida.

 

Paisaje con ruinas, Ignacio Iriarte, s. XVII, Museo Nacional del Prado, Madrid.

 

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